Del Congreso de Panamá a la Habana, (1916-1929)
Teología e Historia, Volumen 7, Año 2012, pp. 187-205 ISSN 1667-3735
I. Las transformaciones fundamentales.
A partir del Congreso de Panamá de 1916 y sobre todo, después de concluida la Gran Guerra (1914-1918), el protestantismo comenzó a experimentar una serie de cambios por demás significativos que habrían de marcarle con rasgos indelebles en el resto de su historia. En efecto desde 1916, el protestantismo latinoamericano, empezó a tener un desarrollo institucional mas acentuado, se produjo la irrupción del pentecostalismo como fuerza del protestantismo popular y misionero, aunque habría que esperar recién a la década de 1930 para que el crecimiento de la membresía global del protestantismo, comenzara a tener un repunte significativo. Por otra parte, se dio la aparición de un liderazgo autóctono con mayor participación, y se comenzó a insinuar una de las principales diferenciaciones ideológico-teológicas que habrían de atravesar los sucesivos periodos, entre el “Evangelio Social” (Social gospel) y el fundamentalismo.
Según los datos disponibles, en 1916, para toda América latina, había alrededor de 450.000 adherentes, de los cuales apenas 90.000 eran nuevos bautizados. En 1925, la sumatoria alcanzaba los 700.000, con 123.000 bautizados autóctonos. El mayor crecimiento se había experimentado en Brasil, a quien según las publicaciones especializadas de aquel tiempo señalaban que “ningún campo misionero puede igualarlo”[1]. Apoyándose en el crecimiento de las iglesias en dicho campo, el Dr. John Mackay, durante la realización de la Conferencia Misionera Internacional –Madrás, India (1938)-, exhortaba a los asistentes a considerar a Latinoamérica como un ámbito privilegiado para la extensión y la redirección de los recursos misioneros del siglo XX. El crecimiento del protestantismo brasilero si bien era atribuible a diversas razones entre las cuales estaban “la composición racial del país, la naturaleza emocional de su pueblo, el trasfondo espiritista de la religión popular brasilera, el analfabetismo y la superstición, cierta inclinación hacia lo milagroso y místico en la cultura popular, y la estructura social”[2], se debía especialmente a la aparición del movimiento pentecostal quien comenzaba a marcar una tendencia que se afirmaría en el periodo siguiente y que mantendría a lo largo de todo el siglo XX, la de ser la corriente protestante más dinámica, misionera y popular de América latina.
El otro rasgo característico en cuanto al crecimiento, fue que las denominaciones que habían iniciado la obra misionera en el subcontinente, esto es las iglesias alineadas al protestantismo liberal – metodistas, presbiterianos, discípulos de Cristo, bautistas (de la convención del norte), congregacionalistas y episcopales) y los bautistas del sur de tendencia más conservadora, tendieron a estancarse, cuando no a decrecer, mientras la membresía de las iglesias pentecostales conseguía en el mismo campo, adhesiones cada vez mayores.
Desde 1916 ingresaron nuevos contingentes de misioneros que hicieron base en las regiones ocupadas por aborígenes o en las principales ciudades de América Latina. En las grandes urbanizaciones se fomentó la creación de instituciones educativas, institutos bíblicos o seminarios teológicos – estos principalmente en México, Brasil, Chile y Argentina-, que apuntaban a captar a los sectores medios y aspirar a la formación de las futuras clases dirigentes.
A partir de este periodo comenzó a producirse la emergencia de un incipiente liderazgo pastoral autóctono, entre los que se destacaron Juan E. Gattinoni, Jorge Howard, Francisco G. Penzotti, Juan C. Varetto (Argentina); Gonzalo Báez Camargo, Natalia G. de Mendoza. Alberto Rembao, Vicente Mendoza (México), Alvaro Reis y Erasmo Braga (Brasil); Enrique Balloch y Ernesto Tron (Uruguay); José Marcial Dorado. Alfredo Santana, Luís Alonso (Cuba) J Samuel Valenzuela (Chile); Angel Archilla Cabrera, Abelardo Díaz Morales (Puerto Rico); Arturo Parajón (Nicaragua) y Ismael Garcia (El Salvador).
Estos líderes, si bien tuvieron una mayor participación en los niveles conductivos de las respectivas denominaciones, sabían que las líneas maestras quedaban en último término supeditadas a la tutela de los agentes misioneros extranjeros. Esto fue puesto de manifiesto durante el Congreso de Montevideo (1925), donde se reclamó con énfasis, por la capacitación y un rol protagónico de los elementos nacionales. En el ámbito de las mentalidades “El misionero se consideraba en la obligación de velar, vigilar y apadrinar el desarrollo de los líderes nacionales. Inevitablemente cumplía este papel paternalista construyendo profundos lazos de dependencia e imprimiendo fuertes modelos en la conciencia y práctica de sus discípulos. La admiración generalizada por todo lo que fuese norteamericano incrementaba la relación dependiente entre nacionales y misioneros, apenas balanceada por los sentimientos nacionalistas típicos de la época”[3].
En referencia al desarrollo institucional, hacia 1916, se habían establecido alrededor de 1400 escuelas primarias, 140 instituciones de nivel medio en las que recibían educación cerca de 150.000 alumnos, persistiendo estos esfuerzos en los siguientes veinte años[4]. Dado que el cometido de estas instituciones era la evangelización y la formación de un liderazgo autóctono, se promovía la difusión de los valores evangélicos. “Después de la primera ola de escuelas primarias, se fundaron numerosos colegios de secundaria, dando un espacio para educar a los jóvenes convertidos de las iglesias, y para alcanzar a los hijos de las clases dominantes en búsqueda de los valores modernos modelados por la pedagogía norteamericana. Todos estos colegios tuvieron como característica el ser bilingües, sirviendo también para los hijos de residentes norteamericanos. Estos fueron los verdaderos instrumentos de la movilidad social de los convertidos nacionales provenientes de los sectores pobres en transición hacia la pequeña burguesía”[5].
Los colegios del nivel medio alcanzaron en este momento una gran reputación e influencia, destacándose sobre todo por su nivel pedagógico, cuerpos docentes calificados y actualizados programas de enseñanza que terminaron por colocar a las instituciones protestantes en el rango de ejemplares. Entre ellos es posible mencionar el Colegio Crandon (Metodista, 1879), Colegio Internacional de Guadalajara, (Congregacionalista, 1890), el Colegio Mackenzie de Sao Paulo (Metodista, 1891), los Institutos Americanos de La Paz y Cochabanba (Metodistas, 1907 y 1914) , la Escuela Americana de Callao (Metodista, 1891), el Colegio Anglo-Peruano de Lima (Presbiteriano, 1916) que tuvo dentro de su cuerpo docente a Raúl Haya de la Torre. Según J. P Bastian el aporte más relevante de la educación protestante hasta la década de 1920 fue “la elaboración de una cultura política antiautoritaria. Esta cultura democrática se fundaba en la conversión individual como acceso a la responsabilidad moral y religiosa del libre examen y se aliaba a un liberalismo radical anticatólico pero no antirreligioso ni antipositivista, pero sin rechazar el valor de la ciencia y de la razón para el progreso”[6].
Otro aspecto destacado en el desarrollo de la labor misionera fue el desempeñado por la difusión de literatura y la creación de una extensa red de prensa a lo largo de toda América latina. Los periódicos protestantes eran portadores de un estilo cuidado y moderno que además de difundir las noticias eclesiales, incluir producciones bíblicas y teológicas, prestaban atención a las informaciones políticas y sociales de interés nacional e internacional. Si bien en 1916 había solo cinco editoriales en el espacio latinoamericano, hacia 1925 el número ascendía a quince editoriales. Entre las revistas destacadas es menester mencionar a verdaderas usinas del pensamiento evangélico como La Reformaeditada por el anglicano William Case Morris (Argentina) y La Nueva Democracia (México). También fueron relevantes los aportes de El Estandarte Evangélico (Argentina), El Expositor Bautista (Argentina), Puerto Rico Evangélico (Puerto Rico), O Jornal Baptista (Brasil), Revista Evangélica (Chile), O Evangelista (Brasil) y El Heraldo (Perú).
Estas iniciativas misioneras se produjeron, sobre todo, después del fin de Gran Guerra en 1918, al mismo tiempo que el ingreso de inversiones de capitales norteamericanos, quienes junto a una cierta influencia en lo sociocultural, comenzaron a establecer la intervención política directa en Cuba, Puerto Rico, Panamá, el Caribe y Venezuela. Las misiones protestantes a la vez que procuraban crear un consenso diferente y enarbolaban un discurso polémico hacia el catolicismo, intentaron despegarse del “intervencionismo”, la política del “gran garrote” y fomentar la cooperación y el “panamericanismo”. Sin embargo, por otro lado era innegable que participaban del auge económico ingles y norteamericano y sus esfuerzos misioneros dependían en gran medida de los recursos provenientes de dichas economías. De hecho, aún en el peor momento de la “gran depresión” (1929), cuando la economía en los Estados Unidos se tambaleaba, el aporte de sociedades misioneras para el sostén de escuelas, hospitales e imprentas ascendía a los $ 4.300.000 u$s, con lo que quedaba en evidencia que la crisis no afectaba de manera excesiva la misión.
Esta realidad puso a las misiones protestantes en una situación incómoda frente a las acusaciones del catolicismo. Hacia 1920, la revitalización del pensamiento nacionalista sería hábilmente catalizada por el integralismo católico, para mostrarse en la controversia como un elemento propio de la cultura, la historia “patria” y el “ser” nacional, frente al protestantismo identificado con los intereses extranjeros.
II. La aparición de una nueva mentalidad evangélica.
Durante el periodo que va de 1916 a 1929, esto es, el tiempo transcurrido entre la realización del Congreso de Acción Cristiana de Panamá (1916), pasando por el Congreso de Montevideo (1925) y el Congreso de la Habana (1929), el liderazgo protestante latinoamericano debió enfrentar cuestionamientos acerca de la legitimidad, las modalidades y sobre todo la identidad de la misión, lo cual favoreció la constitución de una nueva mentalidad evangélica.
De partida, cabe recordar que cuando se realizó la Conferencia Misionera de Edimburgo, en 1910, los europeos insistieron en que América Latina no debía ser vista como campo misionero, y por lo mismo, no necesitaba de la evangelización. En su consideración, el subcontinente ya había sido evangelizado por la Iglesia Católica[7]. Los misioneros norteamericanos, con el liderazgo de John Mott intentaron revertir la postura, pero ante la posibilidad de que anglicanos y luteranos europeos restaran su apoyo al evento desistieron.
Con todo, la reacción no se dejó esperar, y tres años más tarde, los misioneros de los Estados Unidos reunidos en Edimburgo propiciaron la formación del Comité de Cooperación para América Latina (CCLA), en Nueva York, bajo la presidencia de Robert E. Speer [8]. Durante las sesiones se declaró que varios “millones de personas están prácticamente sin la Palabra de Dios, y no conocen realmente lo que es el evangelio”[9]. También se estipuló la realización de una conferencia semejante a la efectuada en Edimburgo pero apuntando a “tratar todos los problemas del trabajo en América Latina y en particular la cuestión de la cooperación”[10].
Esto último había constituido una de las falencias características de la modalidad misionera del protestantismo. Desde los inicios de su presencia, la labor había tenido un carácter inorgánico, desarticulado y carente de colaboración planificada. La fragmentación y la falta de unidad había impedido no solo una misión coordinada donde se compartieran los recursos racionalmente, sino también la imposibilidad de presentar un frente común a la oposición del catolicismo que buscaba deslegitimar la obra protestante al acusarla de operar en favor del imperialismo[11].
Entre las tareas del Comité de Cooperación estuvo la organización de la Congreso de Acción Cristiana, evento que se llevó a cabo entre el 10 y 19 de febrero en la ciudad de Panamá[12]. El congreso tuvo una presencia mayoritaria de los representantes de las Juntas Misioneras de los Estados Unidos, misioneros que trabajaban en América Latina, y unos pocos latinoamericanos[13].La presidencia, sin embargo fue concedida al profesor metodista Eduardo Monteverde de Uruguay, quien estuvo secundado por John R. Mott y Robert E. Speer como copresidentes, mientras que Samuel G. Inman fue designado secretario ejecutivo. El tema del Congreso versó acerca de la “Acción Cristiana en América Latina” y el trabajo en comisiones giró en torno de “El campo y su ocupación”, “Mensaje y métodos”, “Educación evangélica”, “Literatura evangélica”, “Trabajo femenino”, “La Iglesia en terreno misionero”, “Las bases de operación en las iglesias madres” y “Cooperación y promoción de unión”.
Entre las principales medidas se proponía que las juntas misioneras, sociedades bíblicas y redes educacionales dividieran los territorios a fin de no duplicar esfuerzos. Al mismo tiempo se buscaron modos de cooperación para la distribución de literatura, coordinar la preparación de los candidatos al ministerio mediante la unificación de la formación bíblico-teológica, favorecer la organización de conferencias regional del Comité de Cooperación, y extender el espíritu de confraternidad.
Durante las jornadas se analizaron las condiciones que permitían el avances de la misión, como así también se consideró que el “materialismo y agnosticismo” en los sectores dirigenciales constituían una rémora a su difusión[14]. Por otra parte, el liderazgo entendió que el proyecto pasaba por propagar “los principios regeneradores de un cristianismo personal que produce carácter”, ya que ellos constituían la principal herramienta para alcanzar la “regeneración individual y social que más necesita América Latina”[15]. Frente a la necesidad de dar una respuesta a “la revolución industrial que se aproxima a América Latina”[16], el desafío -desde un cuadro teológico que se enmarcaba en el “Evangelio social”, era generar iglesias que se sostuvieran por si mismas a partir de un liderazgo nacional solidamente capacitado, y con la visión de extenderse más allá de los sectores populares -a los que se había atendido desde los inicios de la inserción-, apuntando a la evangelización de los indígenas, un mayor protagonismo de la mujer y la formación de los sectores dirigentes que permitirían una reforma de las sociedades latinoamericanas.
A la finalización del Congreso le siguió su instrumentación por parte del Comité de Cooperación que se encargó de la instrumentar la celebración de las conferencias regionales en las ciudades de Lima, Santiago, Río de Janeiro, La Habana, San Juan y Barranquilla[17].
El Congreso de Panamá tuvo una gran trascendencia en cuanto a poner en marcha un protestantismo conciente de su marco socio cultural y su definición de propósitos. Esto significó no solo la asunción de un discurso alineado al “panamericanismo” que intentaba establecer relaciones misioneras, educacionales, sociales y económicas de “buena vecindad” entre los Estados Unidos y América Latina, sino comenzar a atemperar un histórico “anticatolicismo” visceral por una predicación positiva y no confrontativa. Este cambio constituiría un elemento crítico al interior del protestantismo, ya que establecería uno de los temas de la escisión entre “modernistas” y “fundamentalistas” a partir de la conferencia siguiente.
A continuación se realizó el Congreso de Montevideo, entre 29 de marzo y el 8 de abril de 1925. Abarcaba sólo Sudamérica y concurrieron 165 delegados de los cuales 40 pertenecían a América Latina. El idioma oficial fue el español, pero la organización fue realizada por misioneros siguiendo una modalidad similar a la del Congreso de Panamá[18].
Durante el evento se discutió acerca de cómo alcanzar las extensas regiones no evangelizadas del campo misionero latinoamericano. Por otro lado, en Montevideo hizo su aparición la corriente del “Evangelio social” por entonces dominante en las cúpulas dirigenciales de las iglesias identificadas con el proyecto liberal. En este sentido con ha planteado J. Miguez Bonino: “la tensión se evidencia en dos temas. Uno es la relación con el catolicismo en función del “status teológico” que unos y otros le asignaban: para algunos, una iglesia con la cual diferimos en algunos temas; para otros, una iglesia que se ha desviado del evangelio; para unos terceros, una forma de paganismo disfrazado o el anticristo. El otro tema, menos explícito, es la actitud frente al liberalismo teológico, que se discute a veces como el conflicto de opciones prioritarias por la evangelización o por la acción social, como crítica al “Evangelio social” o en la misma definición de “evangelio”[19].
La teología del “Evangelio social” resultaba para el liderazgo sudamericano más pertinente en el abordaje de las nuevas realidades generadas por el capitalismo y ante la necesidad de sacar a relucir un “evangelio práctico y no dogmático”[20]. El evangelio debía superar las instancias puramente individuales y dar respuestas en el ámbito de “las relaciones industriales, raciales, comerciales, políticas e internacionales”[21]. Esto explica como junto a aquellas banderas clásicas del ideario protestante decimonónico, tales como el abstencionismo alcohólico, la lucha contra las vicios y la promoción de la temperancia, aparecieran temáticas donde el protestantismo había sido pionero como en el tema de la emancipación femenina que en el nuevo contexto aparecía como la problemática del “movimiento feminista”. Durante el congreso también se trató el asunto del “movimiento obrero organizado”.
Estos énfasis despertaron fuertes reacciones en el ala misionera mas cercanas al fundamentalismo teológico, que en este momento se encontraba en los Estados Unidos enfrascado en una álgida contienda por el “caso Scopes” y las ideas evolucionistas darwinianas. Más allá de la esperable reacción adversa del catolicismo integralista, ante la proclama del congreso a tener mayor protagonismo evangelístico en los sectores no alcanzados, también aparecieron reacciones de los sectores más conservadores que vieron con desagrado algunas “señales” y “guiños” amistosos hacia la Iglesia Católica Romana por parte de algunos conferencistas.
Finalmente el Congreso de la Habana en 1929, asistieron 169 delegados de 17 países y 20 misiones[22]. Según Gonzalo Báez Camargo el mismo: “fue un congreso organizado y dirigido por latinoamericanos. Desde el comienzo de los trabajos de organización, durante las sesiones y hasta su clausura, los evangélicos de Estados Unidos dejaron la responsabilidad de la dirección en hombros de los latinoamericanos.”[23]. En la misma dirección, Samuel G. Inman analizaba la preponderancia de cada uno y decía: “En Panamá dominaron los anglosajones (…) En Montevideo los latinoamericanos jugaron un papel mucho más importante. En La Habana el papel de los norteamericanos fue como el de los latinoamericanos en la reunión de Panamá”[24]
Entre el congreso en Panamá, al Congreso de la Habana donde el mexicano Gonzalo Báez-Camargo ofició como presidente del evento, se operaron cambios considerables. En apenas trece años no sólo la participación mayoritaria de protestantes latinoamericanos revirtió aquella primera conferencia donde la asistencia del liderazgo autóctono fue minoritaria y el idioma oficial fue el inglés[25]. A partir de la Habana, se efectuó un cambio en la manera de pensar y desde entonces los interrogantes comenzaron a girar en derredor del sentido de ser protestantes en el continente y se plantearon interrogantes sobre la razón de ser del protestantismo y su necesidad de adquirir un rostro “latino” En este sentido: “Una doble pregunta se hizo presente: ¿qué significa ser protestante en América Latina y qué significa ser protestante latinoamericano? Las respuestas que los protestantes elaboraron les permitieron defenderse de dos acusaciones: por un lado, de aquella acusación que provenía de la Iglesia Católica de que la presencia y actividad misionera no tenía razón de ser en un continente que ya había sido evangelizado y que, por tanto, ya era “cristiano y creyente”; y por otro lado, de la acusación de quienes presentaban a los protestantes como antipatriotas, aliados y punta de lanza del imperialismo estadounidense en Latinoamérica. Esta última acusación, que vinculaba al protestantismo latinoamericano con los intereses económicos, políticos y culturales de los Estados Unidos, provino tanto de sectores antiimperialistas no religiosos como de la jerarquía católica” [26].
III. Los cambios en el pensamiento teológico.
Como ya hemos señalado en otros trabajos, las mentalidades misioneras que ingresaron en América latina, durante gran parte del siglo XIX, provenientes de Gran Bretaña y los Estados Unidos incluían junto a la predicación del evangelio las proclamas de la reforma social[27]. Sin embargo, a partir del último cuarto del siglo XIX y especialmente en las primeras décadas del siglo XX, se operó un cambio en las mentalidades protestantes que algunos han dado en llamar “El abandono de la conciencia social”[28].
En gran medida el giro se efectuó como una reacción a la teología liberal, que a fines del siglo XIX había penetrando en las iglesias de Europa y Estados Unidos. La resistencia se hizo mas sólida, e incluso tomando el carácter de abierta confrontación a fines de la primera década, momento en el que en los Estados Unidos se publicó la serie “The Fundamentals”, que constituyeron doce volúmenes publicados entre 1910 y 1915 y que condensaban las doctrinas fundamentales que todo cristiano debía creer y que fueron el origen de la escuela teológica fundamentalista. Para ellos el abocarse seriamente a los fundamentos de la fe, no les dejaba tiempo para concentrarse en las realidades pasajeras y efímeras del contexto sociopolítico.
Sin embargo es necesario prestar atención a los desarrollos ocurridos en la teología norteamericana para entender la aparición a partir de este periodo de corrientes que comenzarían a incidir en el pensamiento y las prácticas misioneras en América Latina.
Cabe recordar que una de las improntas dejadas por el II Avivamiento después 1840, en casi todas las denominaciones protestantes en los EE.UU, había sido una posición teológica dominada por un posmilenarismo explícito[29]. Por ese entonces, e influidos por el optimismo de vivir en las tierras de la oportunidad y la esperanza, el Reino de Dios ya no irrumpiría en la historia, en forma de catástrofe sino de modo gradual como lo habían imaginado la teología puritana especialmente inspirada en el calvinismo remozado de Samuel Hopkins[30]. Al igual que en las corrientes del pensamiento social reformista de los Estados Unidos, en la predicación protestante se reflejaban algunos atisbos de este concepto “secularizado” del Reino de Dios, donde de manera paulatina la maldad se disiparía, el libertinaje y la injusticia serían erradicados y los conflictos y el disenso desaparecerían. Las guerras, la explotación, la esclavitud tenían los días contados en el contexto norteamericano, y a través de ellos, las fronteras misioneras recibirían los mismos beneficios[31]. Los Estados Unidos tenían la autoconciencia de ser los precursores de un nuevo orden mundial que le permitiría a toda la civilización recuperar su estado originario[32].
Las iglesias protestantes mas allá de haber quedado atravesadas por el tema de la esclavitud, entre norte y sur, concordaban en un marco teológico común y prácticas piadosas y misioneras similares que habrían de comenzar a cambiar con el advenimiento de la Guerra Civil (1862-1865).
Una vez finalizado el conflicto, la unidad moldeada en el evangelicalismo avivamientista de C. Finney y de los despertares de 1857-1858, con sus sueños de una “América cristiana” quedó desquiciada, y a la vez, se quebraron en muchos, aquellas certezas de la inminencia del Reino, como el mismo sentido de mantener el compromiso con la reforma social[33]. De repente “el ancho río del evangelicalismo clásico se convirtió en delta, con riachuelos que enfatizaban el ecumenismo y la renovación social por la izquierda, y la ortodoxia confesional y el evangelicalismo por la derecha”[34].
En las primeras dos décadas del siglo XX, los primeros terminaron conformando la corriente “evangelio social”, y los evangélicos conservadores, la corriente fundamentalista. Estas dos vertientes encarnaban dos comprensiones escatológicas diferentes[35]. El posmilenialismo dominó la escena norteamericana hasta una vez iniciada la Guerra Civil. Hasta entonces el protestantismo era una práctica religiosa que estaba en consonancia con la preservación del orden social. El anticlericalismo radical experimentado en Europa, sobre todo por la presencia del liberalismo político, era una realidad lejana en los EE.UU. Allí la noción de religión y progreso eran parte de una misma realidad, tal como lo había descrito Alexis Tocqueville en “La Democracia en América”.
Los adelantos de las ciencias eran vistos como parte de las señales de que el Reino de Dios estaba cada vez mas cerca. La retracción de la esclavocracia, las luchas fraticidas y los vicios unidos al crecimiento material y el avance del capitalismo, continuaban abonando la idea de que con el desarrollo industrial, científico y educativo las perspectivas no podían ser más que auspiciosas. En el marco de las iglesias presbiterianas, episcopales, congregacionalistas, metodistas, bautistas del norte, sus teólogos empezaron a dejar de lado los elementos “sobrenaturales” de su doctrina postmilenial[36], y con ello se produjo una “naturalización”[37], que desembocaba en que el Reino ya no era futuro ni del más allá, sino del “aquí y ahora», es decir una realidad que se iba delineando en el progreso norteamericano[38]. Esto habría de tener consecuencia en referencia a la evangelización, ya que influía acercando cierto desinterés por los no creyentes, ya que los inconversos no tendrían que ajustar cuentas en ninguna instancia y las misiones al extranjero servían de manera eficiente para extender la civilización, el conocimiento y un estilo de vida.[39]
Hacia 1910, ya se había consumado la evolución del posmilenarismo protestante liberal al evangelio social. El pecado era asemejado a la falta de conocimiento, de aquí que la educación unida a una fuerte dosis de altruismo, humanidad, y compasión originarían una regeneración social estrechamente ligada al desarrollo de potencial encerrado en cada persona.
El ala evangélica del protestantismo, por su parte, preservó los elementos sobrenaturales de la fe y enfatizó el premilenarismo, que en todo caso le servía para comprender y dar razón de hechos históricos tan devastadores como la guerra civil y luego la Gran Guerra. Por lo general rechazaban el optimismo “liberal” y su credo del progreso ilimitado. Las condiciones sociales solo tendrían una respuesta concluyente cuando Cristo instaurara el Reino. Mientras tanto lo único que era dable esperar, era un deterioro gradual y que el mundo continuara exacerbando la maldad. Por ello, la tarea evangelizadora continuaba siendo prioritaria, pues era menester salvar al mayor número de personas sin involucrarse en acciones sociales de carácter efímero.
Sin embargo, para comprender el fenómeno debemos detenernos en los desarrollos del premilenarismo. Este pensamiento hundía sus orígenes en las tradiciones decimonónicas surgidas de los avivamientos evangelicales que eran portadores de una teología pietista y el patriotismo norteamericano denominado “americanismo”[40]. En el último cuarto del siglo XIX, esta corriente escatológica participó en diferente medida en la aparición del movimiento adventista, el movimiento de santidad, el pentecostalismo, y ya en el siglo XX, en el fundamentalismo y evangelicalismo conservador, todos movimientos poseedores de un celo destacable por la actividad misionera. En general ponían el acento en el retorno de Cristo, y esta noción si bien era compartida por los posmilenaristas, hay que recordar que estos resaltaban las tareas pendientes que le cabían al hombre antes de la venida.
Los premilenaristas tenían una perspectiva de la realidad analizada desde una serie de categorías maniqueas y antitéticas bien definidas entre: el bien y el mal, los perdidos y los salvos, lo verdadero y lo falso[41]. La conversión era entendida como una experiencia radical, de traspaso “de la oscuridad absoluta a la luz absoluta”[42]. Esta predicación estuvo representada por Dwight L. Moody (1837-1899), el evangelista más importante del último cuarto del siglo XIX y figura prominente del III Avivamiento. En el apogeo del individualismo su mensaje de salvación individual estuvo tono con la época y eso explica que tuviera una recepción tan favorable. Durante la predicación era común escucharle decir:”Cualquiera sea el pecado, decida que tendrá la victoria sobre él”[43]. En esta dirección, en sus predicas apelaba al pecado personal antes que a los pecados estructurales. Su mirada se detenía en los males que producían el tabaquismo, el alcohol, el baile, el teatro, la falta de observancia del domingo, la lectura de la prensa dominical, las “pasiones juveniles”, participar de la masonería o divorciarse.
Este extenso catálogo, ceñido al ámbito individual e íntimo de lo familiar, hizo que el movimiento ligado con los despertares de fin de siglo y el evangelicalismo acogiera cada vez más el premilenarismo. Así la participación social del cristiano quedaba definitivamente relegada a un plano intrascendente y el énfasis evangelístico se llevaba toda la atención. La filosofía del ministerio de D. Moody quedaba definida de cuerpo entero en una de sus citas predilectas: “Percibo el mundo como un barco en ruinas. Dios me ha concedido un bote salvavidas y me ha dicho: ‘Moody, salva a todos los que puedas’”. A su entender, la salvación no era otra cosa que “salvarse del mundo”. Como ha señalado Marsden, a partir de este tiempo, “toda la preocupación social progresiva, tanto política como privada, llegó a ser cuestionada entre los avivamientistas evangélicos y se la relegó a un papel insignificante”[44].
Para la década de 1920 el “Gran Retroceso” ya se había consumado, el interés de los evangélicos conservadores por los asuntos sociales se había eliminado prácticamente, sin embargo, este comportamiento ya estaba preanunciado en los despertares liderados por D. Moody[45]. La separación del mundo propagada por Moody y otros no significaba una ruptura radical del estilo de vida imperante en la sociedad. De hecho, en general estos sectores no impelían a sus miembros a alejarse de los cánones normalmente aceptados del estilo de vida “americano”. Por el contrario, ese era precisamente el modelo al que debía aspirar el converso, esto es los valores de la cultura estadounidense de clase media: materialismo, capitalismo, patriotismo, respetabilidad.[46]
Estos sectores que negaban al mundo no eran apolíticos. Desde la época del ministerio de Moody, a finales del siglo diecinueve, hasta las controversias fundamentalistas de los años 20, los integrantes del protestantismo evangélico continuaban alimentando el ideal del papel preponderante de los EE.UU en el escenario mundial e incluso que el Reino de Dios principiaría desde tierras norteamericanas. Una vez finalizada la Gran Guerra, el conservadurismo evangélico, como consecuencia de la revolución rusa asumió un declarado discurso antisocialista, ya que el ideario “comunista” era la contracara de los valores y el estilo de vida americano que ellos tenían como horizonte de su imaginario religioso.
La otra reacción que favoreció el repliegue de la conciencia social fue el “Evangelio social”. Dicha teología estaba relacionada con las influencias que en últimas décadas del siglo XIX habían incidido en las iglesias de Europa y Estados Unidos. Las instituciones teológicas se expusieron al método histórico-crítico en las ciencias bíblicas, predominante en círculos teológicos de Alemania desde tiempo atrás y de hecho, el Evangelio social debía su origen a las ideas teológicas europeas, particularmente las de teólogos como Albrecht Ritschl, Ernst Troeltsch y Adolf Hamack. Con todo, el principal referente fue Walter Rauschenbusch, profesor de Historia Eclesiastica[47], y cuya teología tuvo como ya vimos una incidencia muy importante sobre todo en el liderazgo de los congresos evangélicos latinoamericanos.
Luego de diez años de docencia en el Seminario Rochester de Nueva York (1897- 1917) escribió su obra inicial “El cristianismo y la crisis social”[48], donde después de analizar las bases bíblicas del compromiso social cristiano en los profetas, Jesús y la patrología, efectuó una denuncia de las consecuencias del capitalismo y propuso como salida una alternativa de socialismo cristiano[49]. Por otro lado, diferenciaba “el antiguo evangelio del alma salvada” del “nuevo evangelio del Reino de Dios”[50]. A su entender la cuestión central no era “hacer que las personas lleguen al cielo”, sino que mas importante era , “transformar la vida sobre la tierra hasta lograr la armonía celestial”[51]. En esta dirección la finalidad del cristianismo era “transformar la sociedad humana en el Reino de Dios, por medio de la regeneración de todas las relaciones humanas”[52]. Siguiendo al teólogo Albrecht Ritschl, los exponentes del evangelio social estadounidense en general entendían el Reino de Dios como una realidad ética presente en vez de un dominio que sería introducido en el futuro. La creencia en el retorno de Cristo sobre las nubes dio paso a la idea del Reino de Dios en este mundo, el cual sería introducido a través de la difusión de la obra misionera en el exterior y la creación de una sociedad democrática e igualitaria en el país de origen.
En su comprensión existían dos conceptos que despertarían la resistencia y la condenación de los sectores evangélicos conservadores al “evangelio social”. Por un lado W. Rauschenbusch, identificaba el Reino de Dios con transformación de “la sociedad sobre bases cristianas”[53], por el otro, entendía que los hombres estaban capacitados para establecer el Reino de Dios a partir de los propios esfuerzos. Esto último igualmente aparecía en términos ambiguos ya que mientras por momentos afirmaba que se hallaba desposeído de toda “ilusión utópica”[54], al mismo tiempo estaba persuadido del valor del esfuerzo humano del cual dependía, “que amanezca una nueva era en la que el mundo se transforme en el Reino de Dios”[55], de lo cual sacaba como derivación que la tarea de la Iglesia como del Estado era por igual “transformar la humanidad en el Reino de Dios”[56].
A continuación W. Rauschenbusch publicó en 1912, “Christianizing the Social Order” (La cristianización del orden social), y en 1917 apareció su “A Theology for the Social Gospel” (Teología para un evangelio social) que habría de tener una importante difusión en América Latina. El autor entendía que era necesaria una “readaptación y ampliación de la teología”[57], a fin de dar un sustento adecuado al “evangelio social”. Ese fundamento era la noción del Reino de Dios, ya que a su entender “Esta doctrina es en sí misma el evangelio social”[58], pues no sólo “el Reino de Dios es la humanidad organizada de acuerdo con la voluntad de Dios”[59], sino que además “El Reino de Dios es la transfiguración cristiana del orden social”[60]. De este modo, desechaba todo elemento sobrenatural. La realidad era esencialmente terrenal, antropocéntrica y naturalista.
Para el ala evangélica conservadora estas nociones del Reino de Dios terminaban invariablemente en la cristianización de la sociedad, mientras ellos pensaban que el Reino no era otra cosa que el gobierno divino sobre la vida de los que aceptaban a Jesucristo. En esta dirección, el desafío social del evangelio que estaban dispuestos a asumir no iba mucho más allá de la evangelización personal que desembocaría en los cambios de las sociedades o la tradicional filantropía personal. Queda claro que estas ideas estaban en las antípodas de los planteos del “Evangelio social”. A su entender Rauschenbusch había politizado el “Reino de Dios”.
A tono con la época, el Evangelio social tenía como ideas fundamentales la noción de continuidad y el progreso social, lo cual estaba en consonancia con el optimismo dominante del entorno. Sus raíces en el antiguo posmilenarismo, ahora se conjugaba con las ideas evolucionistas del darwinismo. La convicción de continuos procesos evolutivos y naturales redundaban en la eliminación de probables crisis que pudieran irrumpir de modo inesperado[61] y por ello la edificación del Reino de Dios se abrió a la utilización pragmática de técnicas y programas, además de la piedad religiosa y devoción compartida por todos el protestantismo.
Luego de su nacimiento en la teología puritana de los pioneros y haber adquirido una impronta propia en el evangelicalismo posmilenarista del II Avivamiento, el protestantismo norteamericano se fragmentó de manera definitiva. Una vertiente se inclinó al premilenarismo y derivó en el fundamentalismo teológico. Esta corriente no fue de ningún modo neutral, durante la Gran Guerra (1914-1918) apoyó el involucramiento de los EE.UU en el conflicto[62]. La corriente posmilenarista perdió toda consistencia en su escatología ya que en “su milenio gradualmente se centró en este mundo presente y material: consistía en gran medida en una afirmación no crítica de valores y bendiciones estadounidenses y en la convicción de que éstos debían ser exportados y compartidos con el mundo entero”[63].
Este cuadro tendría modificaciones sustanciales hacia 1930 con la crisis del modelo liberal, pero si algo quedaba en evidencia es que esta teología terminaba disolviendo la fe en la cultura, y esta sería en el período siguiente una de las principales críticas que le efectuarían K. Barth, P. Tillich y R. Niebhur a la teología norteamericana, y que serían tomados en cuenta en el contexto latinoamericano.
En la época de mayor polarización entre el evangelio social y el fundamentalismo, tenían mayor fortaleza y fungieron como mediadores, líderes de la talla de John R. Mott (1865-1955), Robert E. Speer (1867-1947), Samuel G. Inman (1877-1965), J.H. Oldham (1874-1969), y John Mackay (1889-1983). Todos eran portadores de una piedad profunda, un factor sospechoso entre los elementos más radicales del evangelio social. Por otra parte, estos referentes se mantuvieron dentro de las iglesias «establecidas» de los Estados Unidos lo cual despertaba sospechas en los espacios fundamentalistas y premilenaristas extremos. Con todo, su prestigio e integridad personal contribuyó a que activaran como puentes en situaciones donde la convivencia de las partes parecía condenada al fracaso. El resultado fue que los congresos, asociaciones y movimientos que contribuyeron a establecer lograron que tendencias opuestas concertaran líneas de acción comunes que serían determinantes en la conformación del protestantismo latinoamericano.
[1] World Christian Handbook, Bingle, E – Grubb, Kenneth, (ed), World Dominion Press, Londres, 1952, p. 40. El dato incontrastable para Grubb era que “Entre 1911 y 1938 la fuerza evangéIica de América del Sur aumentó un 88 por ciento, pero en Brasil aumentó un 624 por ciento”
[2] Deiros, Pablo, Historia del Cristianismo en América Latina, Fraternidad Teológica Latinoamericana, Buenos Aires, 1992, p. 704.
[3] Ibíd., p. 707. También véase: Christian Work in South America, Speer, Robert, Inman, Samuel, Sanders, Frank, (Eds), Tomo II, Nueva York, Fleming H. Reveil, 1925, p. 243-292.
[4] Christian Work in Latin América, Tomo III, p 500. En 1925 habían 1487 escuelas elementales, con 166,323 alumnos y hacia 1938, había establecidas 1344 instituciones primarias con 144. 966 educandos.
[5] Bastian, Jean Pierre, Historia del Protestantismo en América Latina, CUPSA, México, 1990, p. 104.
[6] Ibid, p. 151.
[7] World Missionary Conference, 1910, Anderson and Ferrier (ed.), Edimburg and London, Oliphant, 1910, IX tomos.
[8] Stanley Rycroft, “El Comité de Cooperación en la América Latina”, en El Predicador Evangélico, Buenos Aires (abril-junio de 1949): 288-292. En torno al Comité de Cooperación se logró nuclear a importantes referentes del liderazgo y el pensamiento protestante, no referimos a Samuel Guy Inman, misionero en México y luego secretario ejecutivo del comité; el español Juan Orts González, luego jefe de redacción de la revista La Nueva Democracia (1920); el mexicano Alberto Rembao, director de la misma publicación; el mexicano Gonzalo Báez-Camargo, secretario de educación cristiana; y Juan Ritchie, misionero escocés en el Perú.
[9] Christian work in Latin America, Panama congress, The missionary education movement, New-York , 1917, Tomo I, p. 7.
[10] 1bid, p. 9, Tomo I.
[11] Bastian, (1990), p. 157.
[12] Juan Kessler y Wilton M. Nelson, “Panamá 1916 y su Impacto sobre el protestantismo latinoamericano,” en Oaxtepec 1978: unidad y misión en América Latina, ed por Comité Editorial del CLAI, San José, Costa Rica, Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1980, p. 11-12; Webster F. Browning, New Oays in Latin America, Missionary Education Movement of the United States and Canada, Nueva York, 1925, p. 188-189.
[13] En el Congreso participaron 235 delegados de 44 sociedades misioneras norteamericanas, 1 sociedad misionera canadiense y 1 sociedad misionera británica. El idioma inglés fue el idioma oficial y la participación latinoamericana estuvo limitada a 27 asistentes.
[14] Beach, Harlan, Renaissant Latin America, New-York, The missionary educational movement, 1916. Erasmo Braga, Panamericanismo. aspectos religiosos, Nueva York, Sociedad para la educación misionera, 1917. p. 136.
[15] Braga, (1917), op cit, p. 140.
[16] Christian work in Latin America, (1917), op. cit., Tomo I, p. 283.
[17] Regional Conferences in Latin American, New Cork. The missionary educational mouvement, 1917.
[18] La comisiones versaban acerca de: “Los campos no ocupados”, “Los pueblos indígenas”, “La educación”, “El evangelismo”, “Movimientos sociales”, “El ministerio de la salud”, “La Iglesia y la Comunidad”, “Educación religiosa”, “La Literatura”, “Relaciones entre obreros nacionales y extranjeros”, “Problemas religiosos especiales” y “Cooperación y unidad”.
[19] Miguez Bonino, (1995), p. 49.
[20] Christian work in Latin American, Montevideo Congress, op. cit., Tomo I, p. 356.
[21] Ibíd., p. 356.
[22] Durante las jornadas se analizaron cuatro temas centrales: “Solidaridad evangélica”, “Educación”, “Acción social”, y “Literatura”. También se trabajaron temáticas como: “El mensaje y el método”, “Nacionalización y sostenimiento propio”, “Evangelización”, “Trabajo entre las razas indígenas”, “La escuela evangélica”, “Educación religiosa”, “Cultura ministerial”, “Juventud estudiantil”, “Actitud de la Iglesia hacia la comunidad”, “Problemas industriales y rurales”, “La obra médica misionera”, “Acción de la mujer en la obra evangelística” y “Literatura”.
[23] Báez-Camargo, Gonzalo, Hacia la renovación religiosa en Hispanoamérica, Casa Unida de Publicaciones, México, 1930, p. 136.
[24] Inman, Samuel G, Evangelicals at Havana, Committee on Cooperation in Latin America, Nueva York: s.f, p. 146 -147.
[25] Dos obras imprescindibles que abarcan todo el periodo, son los informes ya citados del brasileño Erasmo Braga, Panamericanismo, aspectos religiosos, Sociedad para la Educación, Nueva Cork, 1917 y Gonzalo Báez-Camargo, Hacia la renovación religiosa en Hispanoamérica, Casa Unida de Publicaciones, México, 1930. Sendos trabajos reflejan la mirada que portaban las nuevas mentalidades protestantes y la manera de ubicarse en un contexto marcado por fuertes mutaciones en el campo religioso y social.
[26] Mondragón, (2005), op cit, p. 63.
[27] Amestoy, Norman Rubén, “El reformismo social metodista en el Río de la Plata y sus raíces ideológicas”, Cuadernos de Teología, ISEDET, Buenos Aires, Vol. XX, 2001, p 343-360. Amestoy, Norman Rubén, “Protestantismo y racionalismo en el Uruguay”, Fraternidad Teológica Latinoamericana, Boletín Teológico, Año 27, Nº 57, marzo 1995, p 7-44. Amestoy, Norman Rubén, “Corrientes pedagogicas en el protestantismo argentino. De la emancipación al centenario”. Cuadernos de Teología, ISEDET, Vol. XXI, Año 2002, Buenos Aires.
[28] Smith, Timothy L, Revivalism and Social Refom, «American Protestantism on the Eve of the Civil War», Johns Hopkins University Press, 1980 y Moberg, David, The Great Reversal, «Evangelism versus social concern», Scripture Union, 1973.
[29] Chaney, Charles, The birth of missions in America, William Carey Library, Pasadena, 1976, p. 269.
[30] Para Hopkins el milenio esperado sería el tiempo de «la mayor prosperidad temporal», cuando el pueblo tendría «suficiente tiempo libre para perseguir y adquirir toda clase de conocimiento». La paz universal y la felicidad reinarían especialmente porque tendría lugar un «gran avance en las artes mecánicas», facilitando la producción de utensilios «con mucho menos esfuerzo» que el que se estaba invirtiendo. Debido a la «benevolencia y caridad ferviente» de la gente, la totalidad de bienes terrenales estaría disponible en abundancia para todos. Véase Niebuhr, Richard, The Kingdom of God in America, Harper & Brothers, Nueva York, 1959, p 145 y ss..
[31] En esta concepción del Reino de Dios era, sin más, una prolongación de las instituciones norteamericanas a todo el mundo; se introduciría a través extensión democrática y el ideario republicano que ya se estaba desarrollando en los EE.UU. La realización del milenio no se establecería a partir de ningún cuadro catastrófico, ni apocalíptico, sino a través de la obra misionera protestante. Véase De Jong J.A. As the waters cover the sea: millennial expectations in the rise of anglo-american missions, 1640-1810. Kok, Kampen, 1970, p. 225; Chaney, (1976), p. 270 y 272; Moorhead, James, Searching for the millennium in America, The Princeton Seminary Bulletin, Vol IX, 1988, p 17-33, la cita corresponde a p. 30; Niebuhr , (1959), op cit, p. 183.
[32] Marsden, George, Fundametalism and american culture. The shaping of twentienth-century evangelicalism:1870-1925, Oxford University Press, Nueva York-Oxford, 1980, p. 224.
[33] Ibíd., p. 12.
[34] Lovelace, Richard, Completing an awakening, The Christian Century, vol. 98, 1981, p. 296-300, la cita corresponde a p. 298.
[35] Según Marsden tanto premilenaristas, como posmilenariaristas comprendían la historia en términos de una lucha cósmica y ambos esperaban una parusía literal y visible de Cristo. Marsden (1980), op cit, p. 51.
[36] Lentamente comenzó a desaparecer aquella noción de la historia como una lucha cósmica entre el bien y el mal, Dios y Satanás, antes compartida con el premilenialismo, y al mismo tiempo se suprimieron las referencias al descartó la regreso físico de Cristo.
[37] Véase Miguez Bonino, (1995), op cit, p. 42-43.
[38] Marsden, (1980), op cit, p. 48-50.
[39] Hutchison, William, A moral equivalent for imperialism:Americans and the promotion of “christian civilization”, 1880-1910, en Christensen & Hutchinson, 1982, p. 169.
[40] Marsden, (1980), op cit, p. 201.
[41] Ibid, p. 211
[42] Bosch, (2000), p 391.
[43] Citado en Marsden, (1980), op cit, p. 37.
[44] Ibíd., p 86 y 120.
[45] D. Moody entendía de que el evangelio tenía consecuencias sociales definidas. Sin embargo lo hacían dentro de un marco conceptual muy estrecho. Según Moody y sus seguidores, una vez que las personas se convirtieran, esto las conduciría a una consecuente elevación moral, que por saturación en el ámbito social redundaría en la regeneración del entorno. Hutchison, William, Errand to the World: American protestant missionary thought and foreign missions, The University Chicago Press, Chicago & Londres, 1987, p. 115 y 141.
[46] Marsden, (1980), op cit, p. 38.
[47] Durante el ejercicio de su pastorado al frente de una iglesia bautista en Nueva York (1886-97), Rauschenbusch se enfrentó a las consecuencias de marginalidad y pobreza que traía aparejado el capitalismo en las zonas industriales, situación que terminó por influir en su teología posterior.
[48] Walter Rauschenbusch, Christianity and the Social Crisis, Macmillan, London, 1907.
[49] Ibid, p. 391-400
[50] Ibid, p. 357.
[51] Ibid, p. 65.
[52] Ibíd., p. XIII.
[53] Ibid, p. 149.
[54] Ibid, p. 420.
[55] Ibid, p. 210.
[56] Ibid, p.380.
[57] Rauschenbusch, Walter, A Theology for the Social Gospel, Macmillan, New York, 1918, p. 1.
[58] Ibid, p. 131.
[59] Ibid, p. 142.
[60] Ibid, p. 145.
[61] Mas tarde Niebuhr afirmaría que el concepto evolucionista y romántico del Reino de Dios esbozado por el evangelio social se caracterizaba por “no tener discontinuidades, ni crisis, ni tragedias ni sacrificios, ni la pérdida de todas las cosas, ni cruz, ni resurrección”.Todo era “cumplimiento de promesas sin nada de juicio”, de tal manera que “no era necesario que interviniera ninguna gran crisis entre el orden de la gracia y el orden de la gloria”. Niebuhr, (1959), op cit, p. 191 y 193.
[62] Miguez Bonino, (1995), p.44-45. En esta misma dirección según Bosch el fundamentalismo habría “aprendido a tolerar la corrupción y la injusticia, a esperar y aun a alegrarse de sus manifestaciones como señales del regreso inminente de Cristo”. Bosch, (2000), p. 353.
[63] Bosch, (2000), op. cit, p. 353.