Las Sociedades Metodistas en el marco del Liberalismo, 1867-1901[*]
Teología e Historia, Volumen 2, Año 2004, pp. 83-100 ISSN 1667-3735
Introducción
Las misiones metodistas iniciadas en 1836 por el Pastor Demsptei en el Río de la Plata no fueron un hecho aislado del impulso misionero desarrollado por el protestantismo durante todo el siglo XIX. Por el contrario, formaron parte de lo que se ha dado en llamar ‘ la gran centuria” de la expansión del cristianismo y el siglo de mayor vitalidad misionera protestante. Diversos factores favorecieron dicha expansión. Entre ellos hay que destacar: los largos periodos de relativa paz y prosperidad; el protagonismo desempeñado por Gran Bretaña, y posteriormente los Estados Unidos, en la expansión comercial de la época; la estrecha relación del protestantismo con el liberalismo económico; la mayor flexibilidad con que el protestantismo supo ajustarse al cambiante clima intelectual; y el poderoso espíritu de optimismo y confianza que dominó gran parte del clima del siglo. Si bien es necesario reconocer que el impulso misionero para el Río de la Plata venía favorecido por el desarrollo de los elementos mencionados, por otro lado, procedía de la maduración lenta y progresiva de la propia experiencia espiritual, conciencia misionera y pensamiento que el metodismo había desarrollado en los Estados Unidos.
I. El trasfondo de la misión
Durante las primeras tres décadas del siglo XIX, dos de los principales desafíos del metodismo norteamericano estuvieron centrados en promover las misiones internas y continuar extendiendo el “despertar” religioso que venía desarrollándose desde fines del siglo XVIII. Ambas experiencias fueron determinantes ya que se transformaron en el campo experimental para moldear al movimiento misionero en el extranjero.
Desde sus comienzos en Gran Bretaña, el metodismo tenía conciencia de ser un nuevo despertar a la fe. El “despertar” era ante todo una renovación de la piedad personal centrada en la santidad; pero a la vez implicaba una nueva pasión y entusiasmo por extender el Evangelio en toda la nación, a fin de establecer un avivamiento espiritual capaz de introducir las reformas necesarias para construir una sociedad más acorde con la voluntad de Dios. Esta mentalidad al trasladarse al contexto norteamericano se reforzaría por los resultados alcanzados.
Las primeras iglesias metodistas en Estados Unidos se habían fundado 1760; sin embargo, recién a partir de 1771 —con la llegada de Francis Asbury— el movimiento comenzaría a tener un desarrollo notable. La gran expansión hizo que rápidamente el metodismo estadounidense superara los desarrollos de la denominación en Inglaterra. El crecimiento en EE.UU. se debió sobre todo a que la elección del campo misionero priorizó acompañar el avance hacia la frontera del oeste.
I. I. Misiones internas y crecimiento en los Estados Unidos
Para comprender el crecimiento misionero alcanzado, basta recordar algunos datos significativos. Antes de la Revolución de la Independencia (1776), el metodismo era sólo una denominación que intentaba afirmar su presencia en el país mediante algunos centros dispersos de predicación. Llegado 1820, es decir 60 años después de establecido, el metodismo poseía una membresía similar a la de las iglesias bautistas y se estaban constituyendo de modo acelerado en la iglesia protestante numéricamente más grande dentro de los Estados Unidos. Finalmente en 1840, los metodistas confirmaron las proyecciones de su crecimiento y superaban con cierta amplitud a los bautistas y en una proporción de 10 a 6 a la membresía combinada de presbiterianos, congregacionalistas, episcopales, luteranos e iglesias reformadas, esto es, a las denominaciones que se hallaban desde la fundación de las trece colonias. El crecimiento y desarrollo institucional fue tan pronunciado que se constituyó en un elemento de influencia dentro de ¡a sociedad y la cultura, al punto que se ha hablado de “la era metodista en Norteamérica”.
I. II. La influencia de los despertares y el pietismo
Desde las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX, el fenómeno de los despertares religiosos tuvo un peso decisivo tanto en la ampliación de los horizontes misioneros, como en la constitución misma del discurso teológico del movimiento misionero. Los sucesivos “despertares” religiosos iniciados a partir de 1785, no sólo generaron una renovación de la vida cristiana sino que además favorecieron la aparición de la nueva conciencia misionera que habría de emerger a partir del siglo XIX.
El “Segundo Gran Avivamiento” y los misioneros surgidos de éste, al tener como trasfondo la teología pietista, se vieron enriquecidos por la visión amplia que dicho movimiento tenía del campo misionero. Por otra parte, la influencia pietista sobre la teología del “Segundo Gran Avivamiento” y el movimiento misionero se dejaba ver en un mensaje teológico marcado por el individualismo y por el cual se exigían decisiones personales radicales. La “religión del corazón” —típica de los despertares— de hecho enfatizaba la necesidad de una experiencia de conversión personal.
En este sentido, la mayoría de los misioneros que ingresaron al Río de la Plata desde Inglaterra o Estados Unidos a partir de 1840, participaban de un marco teológico común. En él se destacaban los énfasis pietistas, tanto del despertar wesleyano en Gran Bretaña, como del primer “Gran Avivamiento” liderado por J. Edwards y G. Whitefield en Norteamérica. Sin embargo, este marco teológico experimentó considerables modificaciones a partir de 1850 con la irrupción del “Segundo Gran Avivamiento”. Entre las más significativas hay que señalar: la aceptación de “cierto libre albedrío”, la apertura a un “crecimiento en la santidad”, la continuidad del carácter individualista al que se le incorpora un “alto grado de subjetividad” y la alianza estrecha entre “despertar religioso y, reforma social”, por el cual los misioneros ligaban la predicación del Evangelio puro a la “moralización de la sociedad, la abolición de la esclavitud y la del combate contra la pobreza”.
I. III. a influencia del reformismo social
Por otra parte, la mentalidad misionera no estaba exenta de la influencia ejercida por los logros alcanzados por la sociedad norteamericana, y el movimiento reformista moldeado sobre todo en las corrientes románticas a partir de 1840. Bajo los impulsos del pensamiento de la Ilustración, la incipiente sociedad urbana e industrial se transformó en la receptora de nuevas ideas tendientes al cambio de hábitos en la vestimenta y la dieta en favor de una mejor calidad en la salud, la abolición de la pena de muerte y la esclavitud, la erradicación de la intemperancia, la prostitución, las luchas fraticidas, el cuidado benévolo de reos, criminales y personas con capacidades diferentes y la defensa de los derechos de la mujer.
Todo este humanitarismo reconocía sus raíces en el pensamiento ilustrado y su filosofía de los derechos naturales, como así también en la ética cristiana de trasfondo puritano y pietista. De esta doble vertiente, los movimientos reformistas extrajeron los principios que les permitieron sustanciar las bases programáticas de sus reformas, las cuales tenían como nociones medulares los derechos inalienables de todo ciudadano a la vida, la libertad y la felicidad. Por otra parte, el reformismo se nutrió de la idea del progreso y la perfección permanente del hombre y las sociedades. Para ellos, el progreso podía ser alcanzado mediante la amplia extensión del sistema educativo y el desarrollo del espíritu de investigación.
De las variadas influencias recibidas del pensamiento europeo, fueron el romanticismo y el utilitarismo quienes mayor impacto produjeron con su ideario. El romanticismo fue sin duda la corriente que les imprimió el entusiasmo por el valor del hombre en cuanto tal, más allá de cualquier status adquirido de manera hereditaria o por la educación recibida. Para ellos, era menester mostrar una genuina preocupación por toda persona, a la vez que postulaban que todos los hombres habían nacido provistos con las mismas condiciones y que debajo de las diferencias exteriores se hallaba el hombre natural. A su entender el hombre común podía estar sumido en la ignorancia, la brutalidad y la degradación pero dicha condición no extinguía la posesión de una “chispa de lo divino” que jamás podía ser erradicada de su condición inherente. Estas ideas fueron fuente de inspiración para la creación de ligas emancipadoras de la mujer, la formación ligas templarias y comités antiesclavistas.
Para los misioneros, todo este movimiento reformista en el campo de las relaciones sociales no hacía más que poner en evidencia el poderío ascendente de la democracia norteamericana. La fe democrática surgida a mediados del siglo XIX implicaba una confianza inexorable en la supremacía eterna y universal de las instituciones republicanas y democráticas, como así también de su idoneidad para otros contextos. Concluida la guerra civil, el país entra en una era de optimismo que contagia también a las mentalidades misioneras. Estados Unidos aparece ahora como un modelo destinado a inspirar al mundo entero: el despertar evangélico, los avances sociales, el reformismo, la educación, se apoyan y sostienen mutuamente.
Si a las fórmulas teológicas sencillas del pietismo le agregamos el espíritu de seguridad y optimismo, la referencia al mito del progreso continuo de las sociedades y la aspiración de acceder a la inminente edad de civilización, armonía y bienestar, estamos en condiciones de comprender no sólo motivaciones que traía el metodismo al insertarse en el Río de la Plata, sino también su inclinación a formar parte del frente liberal reformista.
II. La difusión del metodismo en el Río de la Plata
La difusión del metodismo en Buenos Aires (1867) y Montevideo (1868) tuvo lugar porque, además de las propias motivaciones de la sociedad misionera, existieron elementos internos que favorecieron la implantación.
II. I. El terreno asociativo
En la década previa al ingreso de las sociedades metodistas, los sectores ilustrados identificados con el racionalismo y el liberalismo, no sólo aspiraron a la construcción de un nuevo orden social más abierto y respetuoso del régimen constitucionalista sino que, al percibir al catolicismo integralista como el sostenedor de orden caudillesco, personalista y autoritario, buscaron por todos los medios debilitarlo y establecer una autonomía religiosa hasta entonces desconocida.
Para ello, la masonería, la prensa racionalista, las ligas liberales y los círculos universitarios habían establecido no solamente a la cuestión religiosa como problema político nacional, sino que además habían expresado entre otras cosas: la oposición entre cristianismo-catolicismo, libertad-servilismo, republicanismo-monarquismo; la incompatibilidad entre catolicismo y democracia; la necesidad de favorecer el ingreso de religiones alternativas; la ejemplaridad norteamericana, el desarrollo de un espíritu asociativo en sustitución del espíritu de cuerpo del antiguo régimen y las ideas de reformas civiles que acotaran el poder del catolicismo.
En esta dirección, la aparición de las primeras congregaciones metodistas en el marco de la “Cuestión Religiosa” no respondió a una estrategia conspirativa e imperialista, diseñada en algún lugar distante de la sociedad rioplatense, sino a las demandas de agrupaciones liberales, racionalistas, masónicas y universitarias que buscaban fortalecer su frente interno, como así también al respaldo en el ámbito nacional de sectores sociales inmigrantes, inversores de la banca y el comercio de tránsito, y elementos nacionales que, además de incluir a algunos sacerdotes disidentes, estaban dispuestos a cooperar con el establecimiento de la misión. A su llegada, los misioneros entraron en un terreno ya abonado de un espíritu disidente preparado por las minorías liberales y de este modo el metodismo no surgió como una agrupación escindida, sino más bien como parte de un movimiento asociativo más amplio que venía conformándose desde tiempo atrás en la sociedad rioplatense.
Esos espacios creados por las minorías liberales, racionalistas y universitarias fueron aprovechados por los primeros misioneros para instalar su mensaje. En este sentido, las sociedades universitarias, los ateneos, las ligas, clubes, centros y asociaciones liberales, y logias masónicas constituyeron un importante sostén en la difusión del metodismo.
II. II. El frente liberal anticatólico
El acceso del metodismo al frente liberal fue posible porque sus dirigentes fueron identificados como portadores de las banderas secularizadoras y modernas de tolerancia religiosa, libertad de culto y de conciencia, registro civil, educación laica, matrimonio civil y separación de la Iglesia y el Estado.
Estas definiciones colocaron al metodismo en la categoría de virtual aliado de la “causa” política liberal y en oposición directa con el proyecto de “modernidad” católica, por el cual la iglesia buscaba reinstalar el “reinado social de Cristo”, luego del evidente fracaso de la política vaticana de Pío IX. Al asumir este programa, el metodismo reforzó al liberalismo reformista en dos campos: en el campo religioso contra el catolicismo integral, y en el campo político contra el liberalismo conservador y el militarismo (latorrista o santista).
El vínculo orgánico del metodismo con el frente liberal fue esencialmente motivado por un acuerdo en cuanto a la construcción de una sociedad republicana, democrática y moderna, cuyo paradigma se hallaba reflejado en la sociedad norteamericana y del cual el catolicismo era el principal contradictor. Sin embargo, cabe aclarar que si bien todos los componentes de la “causa liberal” coincidían en las definiciones programáticas, el metodismo expresaría un claro disenso en el modo de fundamentar esa república. El modelo era la sociedad norteamericana; la aspiración común era entrar a la sociedad moderna y el camino elegido era la difusión de la educación popular, sin embargo dicha educación y modernidad para el metodismo debían basamentarse en los principios del Evangelio.
En este sentido, el frentismo liberal anticatólico en el período 1867-1900 no debemos comprenderlo como una simple alineación del metodismo a las fuerzas del nuevo orden; por el contrario, si bien el anticatolicismo constituyó un fuerte punto de coincidencia, éste de ningún modo significó una alianza incondicional entre el metodismo y el liberalismo racionalista quienes mantuvieron su propia discusión ideológica.
II. III. La confrontación con el racionalismo
En la confrontación entre los dirigentes metodistas y racionalistas, en el período 1870-1886, se expresó la disputa sobre la “razón” más conveniente para el establecimiento de la modernidad. El metodismo, si bien coincidía con la caracterización que el racionalismo hacía del problema religioso, difería con la solución deísta. La “cuestión religiosa” era primordial para hallar soluciones políticas; sin embargo, no alcanzaba con difundir el “evangelio” de la religión natural y era preciso adherir al “verdadero Evangelio” de la religión revelada. La superación de la esclavitud y el catolicismo no se alcanzaría con el reemplazo de éste por una escuela que despreciaba la revelación bíblica.
La exaltación del cristianismo como experiencia religiosa suficiente y la validez de los milagros fueron los principales motivos de la compulsa. La religión natural proclamada por el racionalismo creía en una divinidad retirada, cuya función había sido poner en movimiento la creación, avalar las leyes morales universa les y garantir el cielo eterno para los justos. De este modo resultaba inaceptable toda irrupción divina en el orden natural. Para el metodismo, en cambio, en la aceptación de los milagros estaba en juego la experiencia de la resurrección que, junto con la divinidad de Cristo, se transformaron en los principales puntos de ruptura con la religión natural.
A partir de 1878, el metodismo también se opuso al naturalismo dentista del positivismo. En primer término, rechazaban el extremismo positivista de considerar a las religiones positivas como supersticiones condenadas a desaparecer ante el embate de la razón y la descalificación a toda cosmovisión que no se basara en la experiencia como metafísica.
Para el metodismo, era menester reconocer a Dios y su Evangelio como la base del orden moral de las sociedades. Ellos entendían que no podía haber “armonía” ni progreso sin una doctrina moral y principios absolutos de raíz cristiana que sirvieran de parámetro para los individuos. Esto los acercó tanto al racionalismo espiritualista como a los seguidores del krausismo para quienes la religión era indispensable en la evolución de la experiencia moral.
Esta postura de ningún modo significó un rechazo del ejercicio metódico de las ciencias, ya que los intelectuales metodistas buscaron fortalecer las asociaciones científicas y académicas, y en muchos casos se anticiparon en su promoción. Sin embargo, se mostraron reticentes a hacer extensivo el método experimental al ámbito de la ética social global. Este comportamiento y la propia formación de sus principales cuadros laicales en la universidad positivista, los condujo a aceptar el positivismo spenceriano como método de enseñanza entrado el siglo XX pero no como filosofía. En su autocomprensión, el protestantismo resultaba una religión racional capaz de formar ciudadanos y valores consecuentes al orden liberal y democrático anhelado.
III. Los propósitos del metodismo
III. I. El establecimiento de congregaciones
Desde sus comienzos en Buenos Aires en 1867 y Montevideo en 1868, el metodismo se propuso en primer término la propagación de congregaciones de fe. Para ello se impulsó el desarrollo de escuelas dominicales, obras de extensión en barrios periféricos y ciudades del interior. Por otra parte favorecieron la difusión de la Biblia a través de colportores —personas que difundían la lectura de la Biblia y entregaban ejemplares en forma gratuita— en “giras evangelísticas”. Estos lineamientos respondían a la meta fijada por la Sociedad Misionera de consolidar una presencia real en las principales ciudades del Río de la Plata, esto es Montevideo, Buenos Aires, Rosario de Santa Fe y posteriormente extenderse hacia la campaña.
Las congregaciones no sólo fueron espacios de la socialización sino que se constituyeron en ámbitos propicios para la construcción de nuevos paradigmas sociales. Es decir, asociaciones democráticas y participativas con procesos eleccionarios, trabajo en comisiones, asambleas periódicas, juntas disciplinarias, donde se ponía en ejercicio una institucionalidad que realzaba la opinión del individuo devenido ahora en “miembro activo”. Esta dignidad de ciudadano por lo general no era acordada a los mismos sujetos sociales por los regímenes políticos.
III. II. El mensaje de conversión y ruptura
Dado que la intención inicial tenía como eje el crecimiento de una feligresía estable y la captación de nuevos fieles, es comprensible que el discurso adquiriera un tono conversionista y a la vez polémico y controversial con el catolicismo. En la base de toda experiencia espiritual se hallaba la conversión. Por ella, el sujeto individual conscientemente realizaba “su” decisión de ruptura con el orden tradicional. La adhesión al metodismo implicaba para el converso un cambio y transformación radical pues a Llaves de dicha experiencia, el creyente se liberaba de su ser colectivo para apoderarse de una nueva dignidad de individuo redimido y libre de toda tradición y herencia.
Del converso se exigía una vida de santificación que englobaba un detallado repertorio de hábitos y conductas que certificaban su testimonio de fe y nueva vida. En esta dirección el metodismo entendía que su misión no consistía en inculcar dogmas ni ritos sino un estilo de vida ético cuyos signos “cristianos” tangibles eran la abstención de bebidas alcohólicas y de fumar, el respeto del descanso dominical, la prohibición de los juegos de azar, la defensa de la monogamia, la preocupación por la educación y la prohibición de toda actividad licenciosa.
La superación de la sociedad tradicional exigía que el orden moderno admitiera un modelo moral pietista. Para ello tanto la prédica como la literatura edificante estaba marcada por un fuerte carácter ascético donde se contrastaba los vicios de la vida virtuosa. Los vicios eran la raíz de todos los males, dado que los hábitos y costumbres nocivas acarreaban no sólo males deplorables en el orden físico y moral individual, sino que además afectaban a la sociedad conformando pueblos débiles, incompetentes, pobres y sin solidez intelectual. Para el metodismo era evidente que “Un pueblo vicioso e inmoral, no progresa ni es feliz”.
Más allá de que la conversión se ubicara en la esfera religiosa, tenía derivaciones de importancia en su relación con la sociedad ya que significaba un reacomodamiento en el espacio socio-político. En otros términos, la incorporación a la nueva fe implicaba no sólo el ingreso a un nuevo cuadro ético de “santificación” y vida virtuosa sino también, a un orden moderno que era menester instaurar. La lectura y comprensión que el converso realizaba de su mundo y su sociedad en alguna medida se modificaba favoreciendo el cambio social y la difusión de nuevos imaginarios que socavaban la sociedad tradicional.
III. III. Una ética para la modernidad
El proceso cultural que fue de 1860 a 1890 procuró establecer cambios en los hábitos y modos de sentir con la intención de que la sensibilidad “civilizada” sepultara la sociedad “bárbara”. Los cambios económicos y sociales establecidos alentaban el nacimiento de una sociedad burguesa y fue la incipiente burguesía quien a través de sus medios de presión procuró imponer su concepción de la disciplina social. El nuevo modo de producción que comenzaba a desarrollarse hacia 1860 necesitaba de modificaciones en Ja sensibilidad y las mentalidades para que a su vez se potenciaran transformaciones en los hábitos y las costumbres.
Las clases dirigentes en lo político y la naciente burguesía en lo económico-social fueron los más eficaces agentes del cambio de sensibilidad; con todo, recibieron el aporte de los elementos intelectuales del nuevo orden tales como: los maestros, médicos, pastores, colportores y predicadores itinerantes. Fueron ellos los que fomentaron en la base social lo que las transformaciones económicas imponían, esto es: la eficacia, el trabajo, el estudio y la seriedad.
Al analizar la actitud del metodismo hacia el descanso dominical, el juego, las fiestas, el teatro, las novelas y los vicios podemos notar que el modelo ético que defendieron apuntó a superar las tradiciones católicas identificadas con la sensibilidad “bárbara” y las conductas premodernas. Fue por ello que propiciaron junto a una moralidad estricta y severa, la honradez, la moderación, el recato y una fuerte conciencia del deber y la responsabilidad individual. Estas virtudes unidas a la diligencia, la industriosidad, el espíritu pionero y la búsqueda de superación permanente potenciaron una notable disposición anímica a la movilidad necesaria en el nuevo orden. La difusión de estos nuevos hábitos, valores y sensibilidades acompañaron el proceso modernizador en lo político, social, económico y demográfico, favoreciendo que la sociedad rioplatense quedara definitivamente inscripta en el área de influencia del capitalismo europeo.
III. IV. Educación popular para el cambio social
Desde sus comienzos el metodismo realizó esfuerzos significativos en favor de la educación popular democrática y la difusión desde la sociedad civil de las iniciativas tendientes al establecimiento de escuelas elementales, institutos normales, bibliotecas, cooperadoras escolares, clubes literarios, sociedades populares y ligas de templanza. Toda esta pluralidad de intentos pedagógicos se explica por el hecho de que las sociedades religiosas metodistas concebían la educación como una herramienta imprescindible para la reforma religiosa, moral y social que impulsaban.
La extensión masiva de la educación elemental era percibida como el instrumento más eficaz en el proceso de cambio social y modernización, y como agente fundamental para alcanzar la civilización. En esta dirección, la educación no fue entendida sólo como una herramienta de captación evangelizadora —o por el valor de la instrucción escolar en sí misma— sino que además tenía el propósito de formar “buenos ciudadanos”.
Las escuelas eran el ámbito adecuado para formar educandos en una nueva cultura política. La educación tenía por cometido crear la trama ordenada del nuevo sistema social, difundiendo renovadas modalidades del orden político y ofreciendo un corpus de valores y doctrinas más acordes con los tiempos modernos. Para la mentalidad metodista era necesario que el sistema de valores que articulaba las relaciones sociales se modernizara dejando atrás los sistemas anacrónicos que sembraban la anarquía y las costumbres tradicionales. En este sentido debe entenderse el eficaz y amplio aparato educativo articulado por el metodismo en el Río de la Plata.
La escuela era imprescindible para construir la nación dado que la educación popular tenía la virtud de consolidar el “gobierno republicano”, asegurando las “libertades” que el sistema ofrecía pues desarrollaba la inteligencia de sus ciudadanos. Este optimismo pedagógico, común a toda la docencia metodista, era el que impulsaba hacia 1879, al pastor Tomás B. Wood a constituir una red educativa ejemplar. Para Wood el complejo educacional que comenzaba a tomar cuerpo debía formar al pueblo física, moral e intelectualmente.
En las escuelas metodistas regían los programas nacionales y se usaban los textos aprobados por las Direcciones de Instrucción Pública. Es decir, los contenidos pedagógicos eran similares a los de las escuelas estatales en cuanto a los objetivos de la enseñanza. Las principales distinciones aparecían en torno a la incorporación de la Biblia como fuente de valores ético-culturales, pero sobre todo en una peculiar incorporación de la enseñanza científica (geología, astronomía, física), una renovada relectura histórica, la capacitación docente favorable a la emancipación femenina y el impulso de prácticas pedagógicas democráticas y participativas.
Dentro de la visión metodista de ofrecer una educación integral se prestaba particular atención a la educación musical, un aspecto innovador y poco extendido en las escuelas del Estado. El mismo carácter tenía la introducción de la educación física ya que la gimnasia era “saludable e higiénica y conveniente para el cuerpo”.
La escuela buscaba formar actores sociales aptos en el ejercicio de las prácticas democráticas y la defensa de los principios civiles. Para ello, no es casual que la dirigencia metodista formara sus cuadros docentes en el marco de la pedagogía nueva, y que esta, a su vez, procurara establecer una educación continuada, más allá del ámbito escolar estimulando la participación del alumnado en las sociedades científico-literarias, los clubes cristianos, las logias templarias, las sociedades de beneficencia para la promoción de la educación popular.
III. V. El modelo social
Finalmente, entre las metas del proyecto misionero estuvo el propiciar un modelo social civilizador y democrático que bregaba por la extensión del republicanismo en el sistema político.
Desde el metodismo era necesario reconocer a Dios y su Evangelio como la verdadera base del orden moral de las sociedades, dado que no podía haber “armonía” ni progreso social sin una doctrina moral y principios absolutos de raíz cristiana que sirvieran de parámetro para la acción de los individuos en las sociedades. En esta dirección, los sistemas religiosos debían ser examinados en relación con el republicanismo y el modo en que afectaban “la marcha de la ilustración de los pueblos y los progresos políticos”, ya que era menester determinar si conducían a “esa moralidad sólida e independiente en el individuo y en la sociedad, que es indispensable para un gobierno del pueblo y para el pueblo”.
Para los metodistas, las instituciones religiosas como instituciones sociales cumplían diferentes roles de acuerdo con el tipo de sociedad en la que se desenvolvían. Así se esforzaron por diferenciar el funcionamiento de la religión en las sociedades tradicionales y en las sociedades democráticas. Para ellos, en la sociedad tipo Ancien Régine, la religión tenía un espacio natural en la misma trama del poder político. Situado allí, el discurso religioso, en lugar de cumplir con la tarea de limitar las pasiones de los gobernantes y restringir sus pretensiones, terminaba siempre corrompida en todas formas de tiranías, monarquismos y absolutismos autoritarios.
En la sociedad republicana y democrática la religión era también el más importante contenedor y regulador de las pasiones, pero su saludable contribución no emanaba de los intersticios del poder. La moderación en la práctica de la libertad subía al espacio político desde el ámbito de las costumbres en la vida cotidiana. En su realidad más esencial, los hábitos no tenían sentido sin un sustento ético-religioso.
Para los metodistas, al igual que para Alexis de Tocqueville, la religión debía permanecer alejada de los asuntos públicos, las componendas políticas y de ejercer influencia sobre la legislación y las opiniones partidarias. En cambio tenía una función directriz sobre las costumbres y la vida familiar, y, al desempeñarse de ese modo, trabajaba en favor de la regulación del Estado.
De esta manera se colocaban en ruptura con aquellas ideas de la Ilustración que señalaban que la tolerancia y la libertad se fortalecían a medida que la religiosidad desaparecía de la conciencia individual. En una sociedad democrática, para los metodistas acontecía exactamente lo contrario. El “espíritu de religión” y el “espíritu de libertad” debían estar íntimamente ligados; después de todo, en el imaginario misionero este vínculo había sido determinante en el contexto norteamericano. Los primeros colonos, imbuidos de una cosmovisión religiosa del mundo y a la vez dispuestos a concretar el ideal republicano, habían alcanzado una particular mixtura entre prácticas piadosas y rutinas políticas. En aquella combinación se hallaba el punto de partida de la democracia en América del Norte.
La religión y la política eran como dos brazos independientes que daban movimiento al cuerpo de la democracia. Separados, cada uno en su orden de actividad hacían posible la obra de la libertad.
La idea democrática del metodismo contaba a la vez con un fundamento naturalista y otro principio sobrenatural. Por una parte, descansaba en la fe del siglo XVIII de un universo ordenado y gobernado por la ley, en tanto que el hombre —como sus instituciones— cuanto más armonizaba con la ley natural iba perfeccionándose. Por otra parte, la democracia amalgamaba estos conceptos con una fe religiosa entusiasta y trascendental, en la dignidad, la potencialidad y la aptitud del hombre común.
De este modo el metodismo ofreció a sus fieles y simpatizantes un montaje de la doctrina racional del progreso y la perfectibilidad por una parte, con el individualismo y el entusiasmo religioso por el otro. La democracia y la igualdad que proclamaban en sus artículos de prensa tenían su fundamento en la filosofía de los derechos naturales, pero a la vez su estructura era la convicción religiosa de que Dios había creado iguales a todos los seres humanos y El mismo se había propuesto que todo individuo alcanzase la realización plena y la “vida abundante”.
V. El aporte
El aporte del metodismo consistió en que contribuyó a crear —en el área de su pequeña influencia— una mentalidad y práctica social alternativa a la política tradicional, personalista y autoritaria que se identificó en el catolicismo integral, a la vez que colaboró con el diseño de un modelo político moderno a través de la extensión de sus redes asociativas. En este sentido, en el período 1867-1900, el metodismo lúe ante todo un intento de reforma de la sensibilidad, una especie de reforma del espíritu y la experiencia moral, pero a la vez una reforma de las mentalidades al favorecer un programa democrático y burgués.
Hacia el 1900, una vez que su proyecto educativo había experimentado cambios en dirección de la formación de cuadros dirigenciales, las nuevas generaciones sacaron a relucir un elemento característico de la identidad que los primeros misioneros habían comenzado a construir treinta años atrás; nos referimos al intento de continuar influyendo dentro de la cultura política liberal que habían contribuido a delinear. Ni bien entrado el siglo XX, en el seno del metodismo aparecieron nuevos movimientos proclives a la construcción de un nuevo proyecto reformista, democrático y progresista.
Frente a las acusaciones que el catolicismo profería a sus sociedades, en el sentido de que éstas constituían sectas heréticas del imperialismo angloamericano, los metodistas hicieron los esfuerzos que estuvieron a su alcance para no sólo negar dicha condición afirmando su independencia y su carácter de iglesia libre, sino que además se preocuparon por no constituirse en asociaciones cerradas proclives al exclusivismo.
Por el contrario, si bien sus congregaciones fueron espacios capaces de crear coda una subcultura disidente, sus miembros no eran instados a aislarse y dejar de prestar servicios benéficos en otras redes extraeclesiásticas. En esta dirección, la militancia metodista continuó participando en otras asociaciones liberales, sociedades estudiantiles, sociedades educativas y ligas templarias, manteniendo siempre una relación creativa con la cultura liberal.
La persistente participación del metodismo en los procesos sociopolíticos, contribuyó a construir un imaginario común con otros militantes del campo social. Un imaginario donde era posible pensar en una identidad nacional autónoma y antagónica del modelo de identidad nacional propuesto por el catolicismo.
[*] Ponencia presentada con motivo de las Primeras Jornadas de Historia del Metodisrno Argentino, realizadas en el Colegio Ward, en julio de 2003, Buenos Aires.