Teología e Historia, Volumen 2, Año 2004, pp. 43-81 ISSN 1667-3735
Introducción
En el marco del proyecto reformista impulsado por el metodismo en el Río de la Plata, se inscribió el esfuerzo realizado por la denominación en favor de la extensión de la educación popular democrática y la difusión desde la sociedad civil de iniciativas pedagógicas tales como: escuelas elementales, clubes literarios, bibliotecas, cooperadoras escolares, ligas templarias, etc. Toda esta diversidad de propuestas se explica por el hecho de que las sociedades metodistas concebían a la educación como un instrumento imprescindible para la propagación de la reforma religiosa, cultural y social que defendían. La extensión masiva de la educación era percibida como la herramienta más eficaz en el proceso de cambio social y modernización, y como agente fundamental para acceder a la civilización. En esta dirección, la educación no fue entendida sólo como una herramienta de captación evangelizadora o por el aprecio de la instrucción escolar frente a la ignorancia, sino que en su comprensión abarcaba el propósito de formar “huertos ciudadanos”.1
Para ello, según los metodistas era necesario prestar una particular atención a la formación del carácter inculcando los principios éticos y religiosos que emanaban de las sagradas escrituras. Sin embargo, la defensa de la educación moral y religiosa no les impidió a los pedagogos disidentes bregar por una educación integral y emancipadora que prestaba atención a la educación musical, la instrucción física, el estudio de idiomas y la enseñanza científica, sobre todo en el campo de la geología, astronomía y física. Estos ramos de la enseñanza, cabe aclarar, tenían un carácter innovador por lo poco extendidos que se hallaban en las escuelas estatales.
Esta preocupación por la difusión de una educación intelectual que incluía los conocimientos científicos, no sólo se explica por el valor que las sociedades metodistas le acordaban a las ciencias como instrumentos del desarrollo industrial la prosperidad económica y el progreso general de la nación, sino que además se hallaba motivada por la inquietud que sus líderes religiosos sentían por el ímpetu que iban ganando las corrientes secularizado- ras, el naturalismo y el evolucionismo, particularmente ni bien finalizada la Guerra Civil norteamericana en 1865.
El sueño de una “América Cristiana” —y protestante—, después de los esfuerzos recristianizadores que habían significado los “avivamientos” de finales de la década del 50, había comenzado a retroceder por la aparición de diversos factores, atenuando el optimismo de dicho proyecto cultural. El desarrollo de las nuevas teorías científicas habían introducido importantes debates y desafíos en el interior de los principales cuerpos denominacionales norteamericanos, entre los que se hallaba el metodismo.
Desde este enfoque, resulta comprensible que al ingreso en el Río de la Plata, los líderes de las sociedades religiosas intentaran difundir no sólo su proyecto reformista —convergente con el de los sectores liberales— sino también todas las prevenciones, fundamentalmente teológicas, que traían de su propio contexto de origen. De hecho, un aspecto esencial en el debate —y donde se produjeron los mayores disensos— con el racionalismo, el liberalismo y posteriormente el positivismo, fue el tema de la razón más conveniente para que las repúblicas del Plata ingresaran a la civilización, el progreso y la modernidad.
En este dirección, nos parece importante intentar comprender en primer término los procesos del pensamiento científico norteamericano a partir de mediados del siglo XIX, dado que constituyeron el trasfondo en el cual se formaron las mentalidades misioneras y se fijaron los términos del debate científico-teológico. En segundo lugar procuraremos evaluar la actitud de las sociedades metodistas en el contexto de la historia social de las ciencias en el Río de la Plata. Finalmente cabe aclarar que a través de este trabajo sólo buscamos establecer algunas líneas interpretativas que no tienen demasiadas pretcnsiones salvo la de provocar a futuras investigaciones de los estudiosos.
El trasfondo del pensamiento científico norteamericano
En la segunda mitad del siglo XIX el pensamiento teológico protestante en los Estados Unidos comenzó a experimentar fuertes desafíos por parte de los desarrollos que se estaban operando muy particularmente en el campo de las ciencias físicas y biológicas. Cabe recordar que la teología supernaturalista postulaba que Dios era el creador de todo lo existente, y como tal no sólo se hallaba por encima de las leyes de la naturaleza, sino que también participaba e intervenía directamente en los acontecimientos naturales, en la historia del hombre y sus civilizaciones.
Durante el trascurso del siglo XIX, con el progresivo avance científico y tecnológico, el pensamiento teológico supernatural, a pesar incluso de los “avivamientos” y despertares espirituales, fue menguando lentamente en cuanto a su área de influencia. Las razones de este retroceso son diversas, y deben verse dentro del contexto de los complejos factores culturales y teológicos que presionaban las sensibilidades y mentalidades protestantes.
Los avivamientos de 1857-58 fueron los últimos grandes intentos que buscaron propiciar “despertares” religiosos capaces de poner límites al deísmo y sostener el consenso evangélico de una “América Cristiana”, por los cuales se procuraba permear la totalidad de la cultura. Sin embargo, el estallido de la Guerra Civil (1861-1865) inició el derrumbe de aquella visión protestante previa al conflicto.2 De partida, hay que señalar que dentro del campo religioso protestante no existía una postura unívoca en torno a la esclavitud, sino que por el contrario, ésta era motivo de conflictos que fragmentaban a las principales sociedades religiosas.3 La inmigración ultramarina, de trasfondo católico y posteriormente judío, desquiciaba toda posibilidad de diseñar una nación cristiana, entendida como protestante, instando a nuevas comprensiones acerca de la tolerancia y lo que significaba la construcción de un orden social pluralista en materia religiosa. El crecimiento de la urbanización y el industrialismo —que desde tiempo atrás venían manifestándose— hicieron cada vez más complejo el contexto social y acentuaron la diferenciación de las clases no sólo en el interior de las denominaciones, sino también en una sociedad que hasta no hacía mucho había insinuado acentuar los principios igualitarios jacksonianos.4
Si a estos factores le agregamos que las tendencias secularizadoras habían conquistado mayores espacios desplazando los estilos evangélicos anteriores a la guerra, estamos en condiciones de entender que el desarrollo de las ciencias, con sus innovadoras periodizaciones geológicas y la teoría darwiniana de la evolución, no sólo venía a introducir nuevas tensiones en un contexto de excesiva complejidad, sino que además era percibido como una amenaza para la teología cristiana.5
El sistema newtoniano, luego de los desafíos que le había planteado al pensamiento teológico puritano o pietista, fue aceptado de manera creciente por éstos. Esta asimilación instaló en los ministros, maestros de los institutos teológicos y a través de ellos en gran parte de las sociedades y congregaciones religiosas, una significativa estima y consideración por las ideas de la ley natural, el principio de causa efecto, como así también por la necesidad de control —mediante el conocimiento— de lo que había de impredecibilidad en la naturaleza.
Así, ante el influjo del espíritu científico y tecnológico, y la influencia de corrientes ilustradas y románticas, la incidencia de las ideas newtonianas, con su concepto de un universo mecanicista, se hizo cada vez más notoria dentro del movimiento evangélico. Por cierto, muchos se corrieron al deísmo de la religión natural, aunque otros se mantuvieron fieles a su ideario teológico por los diques que periódicamente los “revival” lograban poner al racionalismo “exagerado”.
El deísmo y posteriormente las corrientes del “Libre Pensamiento”, si bien no llegaron a contar con la adhesión popular masiva, en los Estados Unidos lograron constituir una sociedad religiosa canalizada en el unitarismo. Éstos, sin rechazar del todo el pensamiento supernatural, limitaban sus funciones y extensión.6 Con todo la influencia del racionalismo deísta ejerció una enorme presión sobre las ideas teológicas de las sociedades religiosas protestantes morigerando en algunos casos las ideas del carácter absoluto de Dios y su soberanía en cuanto a la posibilidad de asumir una participación imprevisible contraviniendo el desarrollo regular de las leyes naturales.
Incluso el pensamiento newtoniano, que en otro momento era el paradigma científico dominante, comenzó a sufrir modificaciones. Así la hipótesis nebular hizo menguar la doctrina fijista y absoluta del orbe de movimiento mecánico. En el campo biológico, las enseñanzas de Charles Darwin y de Lamarck impulsaron en las clásicas clasificaciones de Linneo una conceptualización evolucionista. A partir del segundo tercio del siglo XIX, Sir Charles Lyell comenzó a proponer la evolución gradual a través de períodos históricos de muy larga duración. Todos estos desarrollos científicos venían en una u otra medida a reemplazar el paradigma newtoniano que pregonaba la creación del universo producto de un fiat del “Divino Arquitecto”, como así también a las doctrinas cristianas proclives a una teoría fijista de la creación.
Si bien las renovadas teorías científicas fueron en un principio resistidas por el pensamiento teológico puritano y pietista más ortodoxo, algunos referentes dentro de dichas corrientes procuraron una armonización. Esta reconciliación se alcanzó por medio de la doctrina de una especie de “plan divino”, por el cual cada hecho o teoría científica innovadora constituía una evidencia de la suprema sabiduría de los propósitos divinos. La armonización entre el teísmo puritano o pietista con los desarrollos científicos se alcanzaba en otros casos por medio de la idea de las “causas secundarias”. Según sus defensores existía una clara distinción de funciones entre la intervención del Dios creador, quien en una segunda instancia permitía la realización de las leyes científicas.
En esta dirección, la teoría de Lyell acerca de la tierra, afirmaba que la tierra en lugar de haber sido creada según el relato bíblico era más bien producto de un extenso proceso glacial. Esto, a su entender, era una muestra del plan de Dios y de su empleo de las “causas secundarias”. En la misma línea, ante la complejidad que los estudiosos verificaban en la vida animal y vegetal, las interpretaciones teológicas que mantenían su base teísta se inclinaron a explicarla a partir de la inmanencia divina en toda la creación.
En otros términos, hacia fin del siglo XIX, si bien existieron tendencias teológicas refractarias a todo avance científico, otras en cambio buscaron ajustar dichos desarrollos con las doctrinas cristianas. En este proceso, fue inevitable que el supernaturalismo se viera delimitado en su esfera de influencia dando una mayor preponderancia al naturalismo.
El desarrollo del conocimiento astronómico, físico y geológico
Una vez finalizada la Guerra Civil, y sobre todo a partir del último cuarto de siglo, era evidente que los cuestionamientos a la teología se debían a la irrupción acelerada del naturalismo, y las concepciones implícitas en las nuevas teorías científicas de la evolución orgánica, y en menor medida por la teoría de la correlación de fuerzas.
Sin embargo el panorama se hacía más complejo en la medida que el pensamiento teológico supernaturalista debió enfrentar otros desafíos provenientes de los nuevos modos de vidas que planteaba la urbanización de las áreas metropolitanas y la creciente industrialización, como así también por la aparición de renovados conocimientos y formas de pensar.
En 1851, previamente a la publicación de su Linear Associative Algebra (1871), el matemático Benjamín Peirce de la Universidad de Harvard afirmaba que:
Al abordar los límites prohibidos del conocimiento humano, es conveniente marchar con cautela y circunspección. Las especulaciones del hombre deberían ser guardadas de toda temeridad y extravagancia acerca de la presencia inmediata del creador. Y una filosofía sabia se cuidará de fortalecer los brazos del ateismo, al. aventurarse demasiado audazmente en un campo de la especulación tan remoto y tan oscuro como el del modo de Creación que fue adoptado por el Divino Geómetra”.7
Esta profesión teísta representativa de gran parte de la comunidad científica de mediados de siglo sufriría considerables cambios a partir de los desarrollos registrados en la astronomía y la física europeas y de los cuales los norteamericanos recibirían importantes aportes.
En la astronomía, los estudios de Struve y Herschel demolieron la antigua convicción de que las estrellas formaban sistemas estables en el sentido de que el sistema solar era inmutable. Con ello, la concepción newtoniana de un sistema permanente de movimiento de las estrellas, de acuerdo con las leyes fijas de la gravedad, ya no constituía una razón explicativa convincente para ios astrónomos. Las constelaciones estelares y las nebulosas sólo aparecían como fijas en comparación con la acotada historia de las civilizaciones, pero si se las ubicaba en referencia con su propia historia milenaria, resultaban tan cambiantes como los hombres.
Como consecuencia de la búsqueda del desarrollo de una nueva astronomía superadora de la astronomía de las posiciones fijas y la exploración por medio de renovados instrumentales y fórmulas matemáticas, la estructura física de los planetas y las estrellas para los astrónomos dejó de ser materia de especulación para constituirse en un conocimiento concreto. Como se entenderá, la concepción bíblica que hablaba de una creación fija y terminada del firmamento fue impelida a acordar mayor espacio a una concepción evolucionista.
Las nuevas concepciones sobre el cielo investigadas por los astrónomos norteamericanos constituyó un aporte significativo al conocimiento del universo. En 1877, Edward Prickering a cargo del Observatorio de Harvard, reconoció que la física le ofrecía a la nueva astronomía de la estructura y la evolución estelar elementos para su estudio; haciendo aplicación de la misma E. Prickering llegó a catalogar cuarenta mil estrellas estableciendo no sólo su magnitud sino también su brillantez. Junto a John Draper y otros astrónomos, Prickefing también efectuó trabajos innovadores al utilizar los recursos que le brindaba la fotografía en sus investigaciones de los cielos.
Hacia 1885 el Observatorio de Harvard principió sus Cartas de los Cielos al realizar registros fotográficos permanentes que, acopiados a lo largo de décadas, proveyeron de una amplia base de información para la investigación, tanto de la posición como la composición, temperatura y condiciones físicas de la red estelar.
En 1889 Edward Barnard, investigador del Observatorio de Lick en California, comenzó a compartir los estudios realizados de la Vía Láctea hasta entonces-poco conocida, por medio de fotografías que daban cuenta de su compleja estructura. En el Observatorio de Allegheny, el Prof. Samuel Langley en 1878 realizó mediciones espectrales de las radiaciones lunares y solares mediante el uso del bolómetro. De esta manera fue posible calcular la distribución del calor en el espectro solar y establecer la transparencia de la atmósfera de varios rayos solares.8
Tal como lo había predicho Edward Prickering en el último tramo de la década del 70, la nueva astronomía lúe particularmente afectada por los avances en el campo de la física. En el viejo continente las investigaciones de Helmholtz, Joule y Lord Kelvin permitieron establecer nuevas certezas acerca de la indestructibilidad de la energía y la mutua convertibilidad de las fuerzas de la naturaleza. En 1851, las afirmaciones de Lord Kelvin sobre, el principio de la conservación de energía fue corroborado de tal modo que obtuvo dentro del ambiente científico una rápida y generalizada aceptación. Por otra parte, planteó la llamada segunda ley de la termodinámica por la cual el resultado inevitable del hecho de que ninguna energía nueva podía ser creada era la disipación final, en lo que a la tierra se refiere, del calor del sol, a medida que éste se esparcía hacia espacios remotos.
Los conceptos que se hallaban detrás de estos planteamientos teóricos implicaban cuestionamientos significativos para la teología supernaturalista de los protestantismos. El hecho de que la fuerza física era indestructible y la materia era no menos permanente, es decir que no sufrían cambios relevantes salvo en el marco de definidas leyes naturales, la fe sobrenatural acerca de la preponderancia del espíritu por encima de la materia parecía insalvable. Del mismo modo, si el carácter infinito del tiempo y el espacio dentro de las leyes naturales gobernaban tanto a las fuerzas físicas, como a la materia, el espacio para conceptualizaciones supernaturalistas acerca del origen y el desarrollo del universo quedaba fuertemente restringido. La segunda ley de la termodinámica parecía a todas luces incompatible con las ideas bíblicas. En caso de que se produjera un eclipse total y perpetuo, el sol era posible que fuera consumido hasta su misma base; de concretarse semejante hipótesis, resultaba difícil pensar que un creador lleno de sabiduría, cuya obra respondía a un plan perfecto en relación con el hombre, pudiese estar detrás de todo lo creado.
En general, la búsqueda de nuevas respuestas y las adaptaciones propiciadas entre la doctrina cristiana a los nuevos desarrollos de la física, dejaban ver cómo la antigua fe presente en el sistema mecanicista newtoniano tenía cada vez mayores lagunas que llenar, lo cual conmovía la fe tradicional en el progreso y la providencia.
Los físicos no se conformaban con declamar teorías que aumentaban la credibilidad de las fuerzas naturales y la razón científica; por el contrario, continuaban estableciendo nuevos recursos e instrumentales por medio de los cuales la investigación conseguiría un mayor control de las fuerzas hasta entonces irreductibles. Así en la Universidad de Yale, Willard Gibbs puso el basamento para los estudios físico-químicos.9 Con la creación del análisis vectorial en la mecánica estadística y la medición de energía facilitó por medio de la utilización de las variables cambiantes y el alcance de equilibrio en las sustancias homogéneas y heterogéneas diversos misterios naturales. En 1876, Gibbs propuso la Regla de las Fases, por la cual estableció una clave para la clasificación del comportamiento de las fases coexistentes de la materia, especialmente con relación al equilibrio de un sistema. Con el descubrimiento del potencial químico, el potencial termodinámico y las energías libres en el comportamiento de un sistema o recorte de un material elegido para analizar los cambios operados, logró dejar demostradas consecuencias de suma importancia. Sus investigaciones finalmente hicieron posible el manejo más eficiente de las sustancias mixtas y una economía de los recursos energéticos necesarios en cada etapa de los procesos. Su trabajo, en alguna medida favoreció los posteriores desarrollos científicos sobre la radioactividad, la teoría de la relatividad, la química coloidal y la electroquímica.
En 1876, Henry A. Rowland, un investigador de la Universidad de John Hopkins, se adelantó a la teoría de los electrones mientras experimentaba en el laboratorio de Helmholtz, donde exploró la relación entre el magnetismo terrestre y la rotación de la tierra.10 Sus mediciones del equivalente mecánico del calor y sus diseños de dínamos y transformadores demostraron que los físicos podían trabajar aplicando sus teorías a las necesidades humanas y en referencia al campo económico y tecnológico. En 1896, H. A. Rowland logró hacer volar una máquina más pesada que el aire en una distancia de 3.000 pies.
Si bien las más importantes revelaciones de la física se producirían en el siglo XX, un anticipo relevante lo constituyó la prueba óptica directa de Albert A. Michelson, sobre la existencia de las moléculas, la teoría de la luz y la medición de su velocidad. Hacia 1878, publicó sus primeros estudios y con la ayuda de un interferómetro de su creación, logró medir enormes distancias mediante la longitud de las ondas de luz sin referencia alguna a la fuente o el observador. En 1881, con este instrumental determinó los movimientos cósmicos hasta el punto de realizar informes sobre el movimiento absoluto de la Tierra. Estos trabajos permitieron a los investigadores la medición exacta del diámetro de las estrellas.
Todas estas ideas, teorías e instrumentales innovadores, junto con los descubrimientos de Darwin, tuvieron repercusiones sobre los estudios e investigaciones en el campo de la geología Los geólogos trabajando bajo la cobertura de ios estados y el Levantamiento Geológico de los Estados Unidos de 1879 continuaron adentrándose en áreas cada vez más amplias de conocimiento. Las investigaciones de Thomas C. Chamberlain, profesor de la Universidad de Chicago, y otros geólogos terminó por modificar la antigua teoría de la glaciación, al establecer con una gran medida de certeza que ya no era posible hablar de un solo período glaciar, sino al menos de cinco grandes períodos que habrían formado la superficie terrestre. Esto, con todo, fue menos controversial para la fe cristiana que la “hipótesis Planetesimal” que el mismo Chamberlain desarrolló en 1898, y por la cual la tierra debía su nacimiento a la desintegración del sol ante la aproximación de algún otro astro, con la consiguiente expulsión de masa amorfa. De ésta, explicaba, se habría formado la tierra, después de que un número incalculable de partículas minúsculas arremolinándose alrededor del Sol, efectuaron su enlace final. Esta teoría a pesar de no contar con todo el consenso de la comunidad científica, junto con otros aportes sobre la evolución de los climas geológicos y atmosféricos, ubicó en una nueva perspectiva los estudios geológicos.
El darwinismo y sus desafíos a la teología
Si los estudios exegéticos y literarios con la aparición de la “Alta Critica” y las investigaciones de las religiones comparadas y la astronomía, la física y la geología habían socavado antiguos so- portes del pensamiento supernatural, la teoría de la evolución orgánica significó el más duro cuestionamiento para las teologías puritanas y pietistas que nutrían a los protestantismos norteamericanos del siglo XIX.
Cuando en 1859 apareció El Origen de las Especies de Darwin, los teólogos e intelectuales de mentalidad más abierta junto con la mayor parte de los naturalistas habían aceptado las doctrinas implícitas en los estudios geológicos de Sir Charles Lyell. La Tierra, a su entender, no había sido hecha en siete días tal cual lo afirmaba el Génesis, sino que se había desarrollado a través de grandes eones de tiempo. La obra de Lyell en este sentido preparó el camino para la evolución orgánica darwiniana, que a su vez era la culminación de una corriente de ideas que se hallaba en movimiento desde tiempo atrás.
Darwin y su escuela, al reunir pruebas difíciles de rebatir en contra de las especies fijas, quitaron sustento a la creencia de que el hombre había sido creado por Dios a su imagen. Si la teoría darwiniana era aceptada, la idea de la evolución desterraba toda separación entre el reino animal y el dominio del hombre. Por otra parte, la evolución orgánica se contraponía a la idea bíblica de que el hombre en lugar de haber caído de una condición elevada, para plantear que al contrario, el hombre había ascendido muy lentamente desde los sencillos orígenes animales. Si el hombre se había desarrollado a través de la evolución natural, si la sobrevivencia y la adaptación, las variaciones y la lucha de las especies eran las leyes que gobernaban el curso de la historia, resultaba difícil concebir que un Dios creador y depositario de una suprema sabiduría y bondad había diseñado el acto creacional. La teología protestante acerca de la creación hasta entonces había utilizado el argumento teológico de los “designios divinos”, por los cuales las plantas y los animales eran los eslabones más fuertes en referencia a la cadena del designio y de la cual el hombre era la corona de la creación. Con la introducción de la teoría de la mutación de las especies y sus leyes el concepto del designio parecía también insostenible.
Sin embargo el conflicto entre evolucionismo y supernaturalismo reconocía otros niveles de confrontación y contienda. Con el evolucionismo todo método apriorístico en la prosecución de la verdad aparecía como decadente. En otra dirección, el pensamiento darwiniano al atacar antiguas cosmovisiones teológicas en cierta medida despojaba a los hombres de la naciente sociedad urbana e industrial del halo de protección y seguridad que había rodeado a la sociedad norteamericana hasta entonces. Frente a los cambios acelerados que comenzaba a experimentar el orden social, el darwinismo como nueva piedra angular resultaba una doctrina poco segura, a la vez que parecía convertir a la vida en una variante materialista y sin demasiado significado espiritual.
Si tomamos en cuenta el relevante influjo de los valores religiosos en la sociedad de Norteamérica de mediados del siglo XIX, incluso entre los científicos y naturalistas, resulta comprensible que el darwinismo fuera resistido en el momento de su aparición.
Representativo de esta tendencia fue Louis Agassiz, quien reunió argumentos científicos contra la teoría de la evolución orgánica. El indicó que no todos los órganos primitivos eran simples o explicables a partir del desarrollo evolutivo. Utilizando argumentos filosóficos como base de su resistencia al darwinismo, cabe recordar que Agassiz ya se había opuesto previamente a las teorías predarwinianas presentes en el lamackismo, y que proponían una idea evolucionista al insistir en la herencia de los caracteres adquiridos. En I 857, al presentar su obra Essay mi Classification, establecía que la gran diversidad de las especies provenía de las repetidas creaciones de Dios después de los derrumbes sucesivos efectuados entre una y otra era geológica. Las especies al ser ideas del Dios creador eran inmutables. Hasta 1873, momento en que se produjo su deceso, Agassiz continuó rechazando los planteos de Darwin.
Otro exponente en el ámbito científico de los valores religiosos fue el reconocido geólogo James Dwight Dana11, distinguido con el Premio Copley de la Sociedad Real Británica. Para J. Dana, la idea de un Dios que todo lo abarcaba se explicitaba en el concepto de que Dios como creador había planeado y desarrollado el mundo orgánico paso a paso y de acuerdo con un plan preestablecido. A partir de estas nociones, sin embargo, gradualmente comenzó a modificar su afirmaciones y recién en 1895 con la aparición de su Manual of Geology, hizo profesión de fe darwiniana. Otros como Edward Barnard, presidente del Colegio de Columbia, en 1873 afirmo que la existencia de Dios y la inmortalidad del alma eran incompatibles con la teoría de la evolución orgánica.
La influencia de la fe en los científicos es tan significativa que en no pocos casos los llevó a aceptar el darvinismo o al menos a afirmar que éste no era incompatible con la creación y el gobierno divino del universo. Así Asa Gray, prominente botánico de la Universidad de Harvard, quien a su vez mantendría un fluido contacto epistolar con Ch. Darwin12 antes de la aparición de El Origen, se convertiría en un temprano divulgador de las nuevas ideas después de algunas iniciales reservas.13 En 1860, A. Gray, a través de las páginas del The Atlantic Monthly, afirmó que la noción de la selección natural no era de ningún modo incompatible con la teología natural. A su entender la selección natural no necesariamente excluía la mencionada doctrina del “designio”, y por lo tanto era menester rechazar toda descalificación de materialismo y escepticismo sobre el darwinismo. Con su autoridad permitió que otros científicos permeados de ideas teológicas fueran proclives a una mayor apertura ante las nuevas concepciones. A partir de A. Gray otros investigadores retomaron la idea de que el fiat de un Dios creador omnipotente no era incompatible con la teoría evolucionista y el desarrollo de las “causas secundarias”. El geólogo y ministro de Oberlin, George F. Wright14, al igual que Alexander Winchel en Ann Arbor y Joseph Le Conte en Berkeley15, difundieron las conceptualizaciones armonizadoras de A. Gray entre auditorios de estricto sobrenaturalismo.
Por otra parte, para los teólogos identificados con las corrientes teológicas liberales la teoría evolucionista no causaba demasiados problemas, dado que a su entender ésta se hallaba en perfecta armonía con los puntos fundamentales de la doctrina cristiana. La adhesion de Henry Ward Beecher a la armonización fue expresada en 1855 a través de su libro Evolution and Religión. En él, Beecher afirmó que la evolución era simplemente “la interpretación del pensamiento de Dios tai como está revelado en la estructura del mundo”.16
Esto mismo que H. W. Beecher predicaba en Brooklyn era lo que Washington Gladden intentaba pregonar en Ohio.17 En Boston el pastor Phillips Brooks de Trinity Church, si bien no explicito una armonización evolucionista semejante, enseñaba a su auditorio que, de probarse los acertos teóricos, éstos sin embargo no eran contrarios al mensaje evangélico, con lo cual dejaba la puerta abierta para que la feligresía la aceptara.
En 1887, el científico británico y protestante Henry Drummond, autor de Natural Law in the Spiritual World, dictó una serie de conferencias en Chautauqua, como así también en diversas instituciones educativas. En ellas Drummond mostró un pensamiento radical en cuanto a la identificación entre evolucionismo y fe cristiana, dado que a su entender uno y otro tenían no sólo el mismo autor, sino que además estaban provistos del mismo espíritu y el mismo fin. La fe cristiana tomaba el cuerpo, la mente y el alma humana en el punto exacto en el que la evolución orgánica los había hecho acceder, y a partir de allí continuaba su labor por medio de un proceso de crecimiento espiritual que completaba el perfeccionamiento del hombre según los designios divinos.
Con todo, el principal conciliador entre la evolución y el pensamiento teísta fue el filósofo John Fiske quien, a partir de 1869 en la Universidad de Harvard, propició por medio de conferencias la idea de que la evolución era inmanente al plan del universo, y el camino elegido por Dios para alcanzar sus propósitos. En su libro Outlines of Cosmic Philosophy editado en 1874, difundió estas ideas extensamente, y a continuación con la producción de nuevas obras siguió reforzando la armonización de los principios religiosos con las desarrollos científicos. A su entender la ley natural tenía como propósito la evolución espiritual del hombre como meta más excelente de todo desarrollo pasado o actual, mientras el cosmos tenía un carácter y sentido teísta.18
En 1896, Andrew D. White, como otros eruditos de la época, intentó adaptar la teoría de la evolución al pensamiento cristiano, buscando demostrar la inconveniencia de una actitud apologética por parte del cristianismo. En su obra A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom19 sostuvo que la oposición al evolucionismo —como en otros momentos de la historia hacia otras corrientes de pensamiento— no sólo resultaría ineficaz, sino hasta contraproducente para el mismo cristianismo.
La amplia aceptación que progresivamente comenzaron a tener las teorías darwinianas sobre todo entre los teólogos y ministros identificados con el liberalismo teológico, no impidió que bien entrado el siglo XX, sectores ligados a las corrientes fundamentalistas en diversos estados propiciaran la prohibición expresa de la enseñanza de la evolución en las escuelas y colleges sostenidos por el estado. En 1925, William Jennings Bryan llevó a proceso judicial a un maestro de Dayton, sosteniendo el relato de la creación basado en principios fundamentalistas.
La actitud del metodismo hacia las ciencias
Previo a considerar la actitud de las sociedades metodistas, es menester señalar que a partir de las luchas por la emancipación, en el Río de la Plata se establecieron nuevas condiciones en materia política e institucional que favorecieron cambios filosóficos e ideológicos en la línea de ideas ilustradas y que redundarían en una actitud más propicia al desarrollo científico. Desde entonces, los historiadores de las ciencias al referirse a América latina coinciden en afirmar que:
“Los nuevos estados independientes, como parte de la reforma liberal que animaba a sus líderes, no dejaron de hacer explícito su interés por el desarrollo de la educación, la ciencia y la tecnología, así como su decisión de apoyarse en ellas para lograr los fines sociales y políticos que se proponían”.20
Con las revoluciones emancipadoras se estableció una ruptura fundamental con el período colonial; ahora la ciencia y la tecnología dejaban de ser una preocupación ligada a la esfera privada para transformarse en un tema público y de incumbencia estatal. En consonancia con este contexto, en el Río de la Plata los nacientes estados nacionales buscaron impulsar la extensión de la educación popular y el desarrollo científico teniendo como punto de mira: “la creación de instituciones para alcanzar el bien común”.^ Sin embargo, las iniciativas diseñadas por B. Rivadavia en materia científica no alcanzaron las metas propuestas, debido a la inestabilidad institucional producto de las guerras civiles, la anarquía de las sociedades y el desquiciamiento de las economías.
Fue recién a partir de la segunda mitad del siglo XIX22, el mo- meriLo en el cual se desarrollarían actividades científicas e instituciones pioneras en un sentido moderno. Superada la anarquía postindependentista, las elites del liberalismo, luego de establecer su preeminencia sobre las corrientes conservadoras en la conducción de la organización nacional, buscaron con los medios a su alcance crear las condiciones de posibilidad para modernizar el Estado y sus instituciones rectoras.
A partir de 1880, las elites dirigenciales enmarcadas en el liberalismo e influidas por el positivismo europeo ligaron de manera indisociable la noción de progreso a la idea de la modernización, para concluir que únicamente el positivismo constituía la “filosofía del orden” que “podía encaminar al país hacia el progreso”.23 En este sentido, la introducción y el trasplante de los desarrollos científicos modernos alcanzados en Europa occidental y moldeados a partir del pensamiento naturalista, evolucionista y positivista, frieron percibidos por los liberales rioplatenses como un ingrediente capaz de modernizar la vida cultural, política y económica de la nación.24 En esta dirección, es entendible que la promoción de las ciencias estuviera:
“organizada en varios contextos institucionales predominan les: la Universidad, el instituto de investigación, el museo de ciencias, el observatorio, la. revista científica, etc”.25
Así la difusión científica durante el período estudiado fue posible gracias al apoyo del estado nacional, quien a su vez fomentó la contratación de investigadores y científicos norteamericanos y fundamentalmente alemanes.
En cuanto al metodismo, es necesario precisar que aun antes que las sociedades misioneras iniciaran la predicación en castellano a partir de 1867, ya algunos de sus dirigentes más representativos e influyentes manifestaron inclinaciones personales por los estudios científicos propiciando su divulgación tanto en los espacios congregacionales, como apoyando las políticas gubernamentales que impulsaban la creación de instituciones científicas y la incorporación de científicos extranjeros.
En este marco y con antelación al inicio de la predicación en castellano, es significativo destacar algunas facetas de labor realizada por el pastor William Goodfellow, Superintendente de las Sociedades Metodistas en el Río de la Plata durante el período 1857-1869.26
Más allá de sus dotes organizativas, W. Goodfellow mostró durante su ministerio una particular sensibilidad por los problemas sociales y culturales que afrontaban las nuevas repúblicas y en coincidencia con las clases dirigentes liberales le atribuía a la educación un valor superlativo en la prosperidad y modernización de los pueblos. Por el testimonio personal de Domingo F. Sarmiento en sus Obras Completas, sabemos de su afición por los estudios geológicos y de la divulgación propiciada al interior de la congregación metodista porteña.27 Este interés, en alguna medida, también estaba motivado por la intención de evitar deserciones en las filas de las sociedades religiosas. Sabemos del caso de algunos feligreses que, movidos por un interés de estar a tono con los nuevos conocimientos científicos, terminaron siendo influidos a tal punto que abandonaron sus creencias religiosas.
El primer antecedente de este tipo en el metodismo argentino, fue el caso de William Henry Hudson, autor de la obra “Allá Lejos y Hace Tiempo” aparecida en Londres en 191828 y primer lector de El origen de Darwin en el país29. Bautizado en el templo de la calle Cangallo30, era hermano de Alberto M. Hudson, el precursor de la himnodia evangélica rioplatense y profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires31, por influencia de W. Goodfellow.
Más allá de los vínculos amistosos que unieran a W Goodfellow con D. Sarmiento, o el reconocimiento que este le prodigara junto a Gould, Hill y Agassiz entre sus “mejores relaciones”32, se hallan los esfuerzos realizados por el ministro metodista en apoyo a las estrategias estatales en materia educativa. En esta dirección, Goodfellow aceptó la comisión otorgada por D. Sarmiento tendiente a iniciar una pesquisa entre las redes de las sociedades misioneras norteamericanas a fin de interesar maestros y científicos dispuestos a cooperar con el movimiento educativo impulsado en el país33. Así fue que procedentes de los Estados Unidos llegaron en 1869 las primeras maestras34 y en septiembre de 1870, el Dr. Benjamín Gould, y su núcleo de colaboradores, quienes en octubre de 1871 establecieron en Córdoba el Observatorio Nacional.35
Después ele la salida de W. Goodfellow, la actitud del metodismo hacia las ciencias estuvo guiada a partir de la década de 1870, por las opiniones que esta materia vertiera Tomás B. Wood, particularmente desde el semanario El Evangelista (1877-1886) por él fundado. Desde las páginas de esta publicación el superintendente de la misión metodista se transformaría en un divulgador de los conocimientos científicos producidos en el campo de la geología y la astronomía, como así también en un polemista contrario a las tendencias “exageradas” y “escépticas” difundidas en el Río de la Plata.
El pastor T. B. Wood había nacido en Lafayette, Indiana, en 1844. Antes de iniciar sus estudios teológicos, realizó sus estudios superiores en la Indiana Asbury University, graduándose como doctor en Letras; a continuación pasó a la Connecticut Wesleyan University (Middletown), donde recibió el grado de doctor en Leyes. A partir de entonces se dedicó a la docencia, y durante tres años enseñó Historia Natural y Alemán en 1a Wesleyan Academy de Wilbrahan (Massachusets); continuando su labor docente en el Colegio Valparaíso, donde enseñó física, astronomía y matemáticas.
Designado por la Sociedad Misionera, llegó al Río de la Plata en 1871, para instalarse en Rosario de Santa Fe. Allí tuvo una intensa actividad pastoral y docente. Sus conocimientos científicos le abrieron las puertas a los círculos intelectuales de la ciudad, ingresando al Colegio Nacional de Rosario como profesor de física, astronomía e inglés. Dictó conferencias sobre astronomía, dado que este ramo de la enseñanza era una de sus especialidades. Incluso poseía un “pequeño telescopio”36, para sus estudios. Hacia 1872, y como reconocimiento a su autoridad en este campo, fue nombrado corresponsal del Observatorio Nacional de Córdoba.
Posteriormente la misión le asignó un nuevo nombramiento como superintendente, radicando su sede en Montevideo. Para T. Wood la escuela era imprescindible para construir la república, dado que la educación popular tenía la virtud de consolidar el “gobierno republicano”37, asegurando las libertades” que el sistema ofrecía, pues desarrollaba la “inteligencia de sus ciudadanos”38. Este optimismo pedagógico —común a toda la docencia metodista decimonónica— fríe el que lo impulsó hacia 1879, luego de afianzar su presencia congregacional e institucional39, a constituir junto a la difusión de nuevas congregaciones, obras de extensión y escuelas dominicales, una red educativa ejemplar en los diferentes barrios de la capital donde las asociaciones religiosas alcanzaban un considerable desarrollo.”37
En estas redes escolares regían los programas nacionales y se usaban los textos aprobados por la Dirección de Instrucción Pública. Sin embargo las principales distinciones aparecían en torno a la incorporación de la Biblia como fuente de valores éticos-culturales y formadora del carácter41, una relectura de la historia nacional en el contexto histórico occidental, la capacitación docente como llave de la emancipación femenina, el impulso de prácticas pedagógicas democráticas y participativas, y la incorporación de la enseñanza científica.
La relevancia del Evangelio se hallaba en que era portador de “el derecho y la libertad”; introducía a las naciones “en la senda del progreso”; forjaba repúblicas con “gobiernos democráticos” y hacía “al hombre laborioso y noble”. Por otra parte el proyecto reformista emanado del Evangelio favorecía en el contexto rioplatense el “impulso y vigor a las industrias inteligentes y al progreso económico, apoyado por los descubrimientos científicos”42. En correspondencia con estos conceptos, la maestra Consuelo Portea, afirmaba que la educación “manifestada en ciencias, artes, ferrocarriles, telégrafos, vapores… es la vida, el corazón de los pueblos… centro de todas las fuerzas vitales de nuestra economía”.43
Apartir de estas animaciones es comprensible que la educación intelectual no fuera despreciada. Por el contrario, en el marco de la jucha religiosa y la competencia educativa que estableció con el catolicismo durante todo el período, el metodismo se preocupó por resaltar que las Escuelas Evangélicas no sólo estaban a tono “con las corrientes progresistas del siglo, difundiendo los conocimientos por los métodos más modernos”44, sino que además pugnaban por “iluminar las inteligencias”, con “los conocimientos puros del Evangelio” pero a la vez tratando de esparcir “la luz de la verdadera ciencia”.45
Basta analizar el programa de estudios de la Escuela Evangélica para Señoritas (N° 2) en 1879, para notar que la educación intelectual impartida por los pedagogos metodistas prestó una singular atención a la incorporación de la enseñanza científica.
“Lecciones sobre objetos; Lectura en prosa y en verso (impreso y manuscrito); Escritura, y Dibujo; Gramática y composición; Aritmética; Geometría; Geografía e Historia de la República; Nociones de Astronomía; Nociones de Física.; Historia Natural; Fisiología, Higiene y Ejercicios Gimnásticos; Moral y Religión; Costura, manejo de la máquina de coser, corte y labores. ”46
En el marco ele la pedagogía nueva en que Tomás B. Wood buscó alinear a la docencia metodista, fue él quien favoreció el aprendizaje y la participación de alumnos y simpatizantes en las sociedades científico-literarias que establecía la denominación. En este sentido, en diciembre de 1877, fundó el Club Literario; en abril de 1884, el Club Cristiano de Montevideo47; y en junio de 1885, bajo su superintendencia, creaba el Club Cristiano de Trinidad, que constituyeron espacios privilegiados para propiciar una educación permanente, no acotada al aula.
Fue en estos ámbitos destinados a “cultivar las simpatías cristianas, la literatura, y las altes y ciencias”48, donde más allá de compartir alguna que otra “preciosa página de Víctor Hugo”49, el Vicepresidente del Club Cristiano de Montevideo, Rafael Pose y Blanco podía dar “lectura a un interesante trabajo, que evidenció su erudición y apasionamiento en la materia astronómica”50.
En la difusión de los conocimientos científicos, T. B. Wood no se limitó al dictado de conferencias como la ofrecida en la Iglesia Americana, en 1890, sobre “El Planeta Saturno”51, sino que aprovechó las páginas de El Evangelista para divulgar entre sus suscriptores los descubrimientos y adelantos producidos en la geología y la astronomía52. Su actitud y la línea adoptada por El Evangelista estuvieron marcadas por la apertura y la búsqueda de una relación renovada entre la ciencia y la fe aunque, como es comprensible, esta posición no estaba exenta de una mirada atenta al desenvolvimiento y las consecuencia de los avances científicos, en especial, la teoría darvinista53 para la fe cristiana54.
Para E B. Wood, las ciencias debían ser aceptadas por el valor que tenían en sí mismas y en relación con el desarrollo de la civilización y el progreso material de las repúblicas del Plata. Estas ideas eran expuestas desde los primeros números del semanario, pues al exaltar la importancia de la geología, enfatizaba que su estudio era de vital importancia para las economías nacionales.
La geología permitía obtener un conocimiento cierto sobre “las capas de la tierra y los depósitos de minerales que contiene su territorio”, y por lo mismo contribuía “al desarrollo de las riquezas”55. Al igual que las elites liberales, T. Wood ligaba el progreso y la modernización cultural, política y económica de la nación a la promoción de las ciencias. Así en lo referido a la geología, Wood entendía que “sus relaciones con la economía son de una importancia que apenas puede ser exagerada”; de aquí que “en estas repúblicas no debe tardar la inauguración de estudios del mismo género. Sabio será el gobierno que lo introduzca en debida forma”. Además la geología tenía:
“los encantos varos, de una pura ciencia… sublime como la astronomía, es sencilla, como la mecánica. Sin necesidad, de laboratorios o gabinetes, revela fenómenos tan sorprendentes como los de la química, o la física. Sus rudimentos pueden estudiarse por el niño de escuela… ”.56
Al analizar los estudios geológicos, Wood señalaba que la geología hacía un aporte a las “creencias”, pues desde su función de “crisol destructor o refinador” podía establecer “el punto de contacto más importante entre la ciencia moderna y el cristianismo”57. Esto que para muchos era “un punto de conflicto”, para el pastor metodista era el modo en que “las ciencias… están contribuyendo poderosamente a confirmar lo verdadero y eliminar lo falso en las ideas prevalecientes acerca de la religión”58. Por ello, no sólo daba la bienvenida a las ciencias en el Río de la Plata, sino que además se comprometía en la construcción de un ambiente propicio para la recepción de las mismas:
“Como amantes y defensores de la verdad, no podemos menos que mirar con interés el gusto para las cuestiones científicas que se desarrollan entre nosotros… ”.59
Una de las características de las sociedades misioneras metodistas que ingresaron en el Río de la Plata fue una mentalidad que, si bien estaba moldeada en el pensamiento pietista y la apologética surgida de los avivamientos, también había adquirido de las corrientes románticas norteamericanas ciertos rasgos de moderación y tolerancia por la influencia del espíritu ilustrado, la búsqueda del “perfeccionismo” humano y el afán por popularizar los conocimientos entre las grandes mayorías. Esto explica la medida confianza y el afán de ajustarse al método científico, considerado como un camino válido para la prosecución de la verdad. Después de todo, la importancia de los descubrimientos científicos y la aplicación exitosa de las ciencias en el dominio práctico de la naturaleza resultaban incontrastables.60
Por otra parte, las mentalidades metodistas decimonónicas, al considerarse una “religión racional”, tenían una “devoción por la verdad” que descansaba en el hecho de que cualquier investigación efectuada por el hombre de modo invariable le conduciría al Dios que era la fuente de toda verdad y emancipación de la ignorancia y los “errores” que habían esclavizado a la humanidad por siglos. La filosofía y las ciencias no podían conocer nada que estuviera en contradicción con la fe. En este sentido, las sagradas escrituras constituían la verdad:
“y cuando los hombres científicos con orgullo vano y mal pensado enuncian el descubrimiento de una desavenencia entre ellas, podemos estar seguros de que la, culpa no es del testigo ni de sus archivos, sino del gusano que pretende interpretar un testimonio que no es capaz de comprender”. 61
De lo dicho resulta claro que la verdad filosófica y la verdad científica eran en último caso parte de la verdad de la fe. Es en esta clave teológica que el metodismo entendió sus relaciones con las ciencias y fundamentó sus protestas toda vez que los desarrollos científicos establecieron alguna distinción entre las verdades de los descubrimientos y la verdad revelada en las escrituras.
Esta actitud, a nuestro entender, se explica porque la intelectualidad metodista en cuanto a la relación con las ciencias se hallaba inscripta dentro de la escuela filosófica escocesa del “Realismo del Sentido Común”. Esta era por entonces una de las corrientes protestantes que mayor resistencia opuso al escepticismo pregonado por David Hume (1711 -1776)62. Para los “realistas del Sentido Común” el mundo era completamente independiente y separado de la mente humana, pero la mente del hombre podía comprenderlo por medio del sentido común. La unidad de la teología protestante con esta forma de pensamiento filosófico les permitió proteger la creencia en los milagros, aunque justificó en alguna medida la idea de la cesación de los dones espirituales, sobre todo el último tercio del siglo XIX63. El realismo escocés había surgido como una reacción al escepticismo de los filósofos renacentistas o el idealismo radical del anglicano George Berkeley (1688-1753), quienes daban poco lugar a la idea de un mundo real creado por Dios y abierto al conocimiento humano con cierto grado de confiabilidad.
La reacción del realismo condujo a las universidades escocesas a favorecer el concordismo entre el conocimiento y las creencias religiosas. En estos esfuerzos se vieron involucrados los principales exponentes del “Realismo del Sentido Común” hacia fines del siglo XVIII hasta configurar un cuerpo de doctrinas compartidas64. Debido a que el hombre podía entender el mundo material por medio del sentido común, los realistas escoceses tenían un gran entusiasmo por las ciencias naturales, la astronomía, la física y la geología, como una forma de adquirir conocimientos contundentes. Esto fue acompañado por la noción de que la ciencia, el pensamiento filosófico y todo conocimiento serio debían ser producto de un mínimo de hipótesis sustentables. Ellos creían que las reglas generales, o incluso las leyes científicas, debían derivarse solamente de una evidencia empírica clara. Los principales referentes de esta corriente de ideas fueron su fundador Francis Bacon y Sir Isaac Newton, el articulador del pensamiento en el campo de las ciencias.
Los “Realistas del Sentido Común” reconocían a la intuición como un elemento legítimo, pero la clave para el conocimiento confiable eran los desarrollos empíricos, los cuales se sustentaban en los sentidos físicos. El realismo escocés no sólo fue utilizado para la defensa apologética, sino que además le permitió a los teólogos confiar en la razón y la observación sin tener que ceder ante las tendencias escépticas o idealistas radicales. Mediante la confianza en los sentidos, el creyente protestante podía vivir una vida de fe normal confiando en la dirección de sus sentidos, evitando las experiencias místicas y utilizando el sentido común en la evaluación doctrinal. Así el creyente podía vivir una vida religiosa ajustada a los preceptos escritúrales y en armonía con los desarrollos científicos.
El “Realismo del Sentido Común” se extendió rápidamente y llegó a influir de tal modo en el campo evangélico que hacia 1850 se constituía en la base de sustentación de una buena parte del pensamiento protestante frente a las corrientes escépticas.65 Introducido en ios Estados Unidos poi John Witherspoon al ser designado éste como rector de la Universidad de Princeton en 1768, el realismo escocés vino a suplantar al idealismo radical de G. Berkeley como corriente dominante de la institución.66 Este fue el comienzo de la identificación de la escuela teológica de Princeton como calvinista, pero dentro de un lenguaje y un cuadro de ideas marcado por el realismo escocés.67 Tal como lo han señalado algunos estudios, en el período que va de 1800 a 1870, la gran mayoría de las instituciones teológicas norteamericanas enseñaban alguna forma de “Realismo del Sentido Común” escocés como base de su teología. Por cierto, los seminarios ligados al liberalismo teológico incorporaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX el pensamiento hegeliano, pero los seminarios evangélicos continuaron ceñidos al Realismo escocés hasta mucho después. A pesar de las contribuciones que el “Realismo del Sentido Común” realizó a la teología protestante, también trajo aparejados otros elementos que recibirían fuertes cuestionamientos.68
Durante su existencia El Evangelista (1877-1886) salió al cruce cuantas veces fue necesario de las opiniones tendientes a dar por tierra la armonía entre la fe y la ciencia, y para ello compulsó las ideas de sabios reputados del ámbito científico afines a sus conceptos. En esta dirección, el semanario se lamentaba como luego:
“que los hombres científicos se apoderaban de un hecho, inmediatamente procuraban representarlo en oposición con la palabra de Dios”.69
La referencia apuntaba de modo directo a Sir Charles Lyell quien, como ya vimos más arriba, con sus estudios geológicos había cuestionado algunos principios supernaturales al plantear la evolución gradual de la tierra a través de extensos períodos de tiempo, poniendo en cuestión la concepción newtoniana del universo y el creacionismo fijista asumido por considerables denominaciones protestantes.
Del análisis de la relación entre ciencia y religión para el redactor de El Evangelista resultaba claro que:
“Hechos positivos no aseveraron que fue falso el cristianismo. Si acordaran la distinción entre teoría y hecho, acordarían (los científicos) que no se les fue dada, la Biblia para inculcarles la. ciencia; mas, (…) les fue dada para mostrarles el camino del cielo y no cómo caminan los cielos”.70
Hacia fines de la década de 1870, El Evangelista, siguiendo al Prof. Tyndall, afirmaba que “la evolución es la manifestación de un poder inescrutable para la inteligencia del hombre”71. Esta comprensión al advertir sobre el carácter “inescrutable” ponía límites al evolucionismo radical. De hecho, T. B. Wood combatió sin eufemismos la “verdad de la generación espontánea” que cuestionaba conceptos fundamentales del cristianismo. La polémica estalló cuando El Oriental de Mercedes (R.O.U.) salió a difundir la idea del origen sin operación externa como inicio de la bancarrota del “gran castillo levantado por los frailes”72. Según T. Wood no existían evidencias contundentes para realizar semejantes afirmaciones:
“Los sabios científicos que han debatido ese punto, nunca, han propuesto como verdad que la generación espontánea sea posible, sino simplemente como hipótesis, y como hipótesis nadie ha podido demostrarla; sino por el contrario la ciencia explica de otros modos más razonables todos los fenómenos que han parecido favorecerla”.73
A continuación el ministro se lamentaba que el marco de la lucha religiosa que el racionalismo había emprendido contra el integralismo católico, “la repugnancia que surge en todo espíritu generoso al contemplar las explotaciones del catolicismo, produjese una tendencia poderosa hacia la incredulidad exagerada”74. Según Wood, no existían motivos de peso para resaltar la incompatibilidad entre la ciencia y el “verdadero” cristianismo, y por ello se preocupaba en propiciar una relación de complementariedad. Desde su óptica, la coexistencia era posible porque “las invenciones científicas han caminado siempre de acuerdo con la re-
velación de las verdades espirituales”75. La concordancia se basaba en que “las verdades científicas, como las espirituales, han descendido al hombre del cielo”. A partir de aquí, T. Wood se lanzaba contra la “ciencia escéptica” que a su entender se refugiaba “en la teoría que por conveniencia llama progreso”76. La oposición no era contra el progreso en sí mismo, sino contra el progreso sin religión que planteaba el racionalismo. Esta corriente escéptica caía en un grave error al limitar “su creencia por los descubrimientos y por las conclusiones imperfectas de la razón humana, sin la ayuda de la revelación divina”, privándose “de la fuente verdadera del saber”77.
En una sonada polémica con el periódico La Razón, T. Wood justificaba su disenso con el racionalismo dado que éstos a su entender “descreen sin examinar”78. Por otra parte, las consecuencias del racionalismo en todas sus variantes eran igualmente destructoras.
“Hijo de la corrupción y del orgullo del corazón humano, educado por una filosofía falsa, su fin viene a ser el egoísmo y la soberbia. ”79
En otro artículo, El Evangelista abordaba el análisis de la voluntad humana y la divina, y de la comparación resultaba que mientras la creación se volcaba al cumplimiento de la voluntad de su creador, el hombre obedecía a los dictados de su “razón”. La consecuencia de esta actitud transformaba al racionalismo “irracional” en el responsable directo de un mundo repleto “de mentiras, de manchas, de violencias, de crueldades, de angustias, y de desconsuelos”.80
Para el metodismo la aceptación de las fuentes bíblicas era un asunto crucial, por ello en otro artículo, siguiendo al físico Benjamín Silliman, se esforzaba en explicitar que:
“la relación que tiene, tanto con la geología como con la astronomía, cuando ambas son comprendidas, es la de la más perfecta armonía”.81
A comienzos de siglo, el pastor Juan F. Thomson continuaba manifestando el mismo afán de debatir con las ciencias que el metodismo ya había mostrado en los inicios de la misión cuando intentó armonizarla con la fe cristiana. En esta dirección, el pastor Thomson ofreció durante 1900 una conferencia científico-religiosa que versaba acerca de “El Testimonio de los Atomos”.82 Según un discípulo suyo del movimiento intelectual de El Atalaya, el Dr. Manuel Núñez Regueiro:
“El Dr. Thomson ha comprendido bien su misión, predicando a Dios con argumentos y razones de sana filosofía científica. Su ‘Testimonio de los Atomos’ es un razonamiento claro, de inducción que nos lleva a reconocer a un ente divino e infinito. ‘Lo infinito es todo, dice A. Ahrens, lo finito es una parte del todo y es evidente que lo finito no podría existir sin lo infinito’; y esto infinito demostró el doctor que no es éter material, sino Dios…”.88
Resumiendo lo dicho hasta aquí, es posible afirmar que el metodismo tuvo una actitud de apertura hacia las ciencias, lo cual le permitió introducirse en el debate para emprender la armonización de sus principios bíblicos con los desarrollos científicos. En este sentido intentó diferenciarse de las posiciones creacionistas-fijistas que ignoraban la existencia de teorías científicas opuestas, para identificarse en una tendencia creacionista-fijista proclive a la discusión con el evolucionismo. Por otra parte, sus principales líderes hicieron una auténtica valoración de las ciencias por lo que significaban en sí mismas y como aporte al progreso de la nación. Esta postura contribuyó de modo favorable para que en los círculos académicos de la Universidad de Montevideo, el Club Universitario, el Ateneo del Uruguay, el Colegio Nacional de Rosario y Buenos Aires, el metodismo fuera considerado un interlocutor válido. AsíW Goodfellow, Juan F. Thomson y T. B. Wood pudieron participar de los debates acerca de la razón más conveniente para el nuevo orden que se buscaba instaurar. Una vez instalado en el debate, el metodismo expuso su propia “racionalidad” e intentó la defensa de la revelación sacando a relucir la cristología soteriológica que vertebraba su discurso. En éstas encontró los argumentos —aunque acotados por las propias limitaciones de su teología— para criticar a la razón burguesa que por su carácter escéptico negaba toda incidencia en el orden nuevo a las religiones positivas. A partir de sus interpretaciones de trasfondo pietista enfrentó a las teorías evolucionistas más radicales por su “materialismo” exagerado; continuó defendiendo una concepción antropológica donde el hombre creado en una condición de perfecta inocencia, caído en pecado, luego era redimido por el sacrificio vicario de Cristo. De este modo, colocaban límites precisos al evolucionismo y a las reinterpretaciones de la teología liberal que hablaban de una redención más proclive a un proceso pedagógico del “maestro”, que a la muerte vicaria del mesías.
Los rasgos fundamentales de la actitud adoptada por W. Goodfellow, T. Wood y J. E Thomson hacia las ciencias no sólo permitieron delinear un discurso coherente y racional en los vastos auditorios a los que lograron acceder, sino que a partir de la valoración de las ciencias y el intento de armonizarla con la fe, permitieron a las nuevas generaciones una vez entrado el siglo xx, comenzar a considerar a la evolución como teoría explicativa de la voluntad creadora de Dios. La verificación de que el hombre había surgido como resultado de un muy largo proceso evolutivo desde formas inferiores, por cierto les instaba a modificar sus conceptos tradicionales en cuanto a la modalidad empleada por Dios en la creación del mundo y el hombre, pero dejaba intacta la certeza de un Dios creador y con propósitos.
El cambio en las mentalidades sería significativo; atrás quedaba el “realismo del sentido común” con sus esfuerzos de hallar concordancias y cuando éstas no fueran posibles descalificar las teorías científicas o las exégesis erróneas. Ahora era el tiempo de evitar concepciones fundamentalistas retrógradas y distinguir los diferentes niveles del discurso científico y el discurso teológico. Así frente al conflicto desatado en Estados Unidos por el “Caso Scopes”, Manuel Núñez Regueiro publicaba un extenso artículo en el semanario La Reforma donde afirmaba:
“No se trata de saber si la. Biblia es contraria a la evolución; ella ni la condena ni la afirma; es un libro religioso y no científico; las teorías científicas no le interesan ” 84
A su entender el verdadero nudo gordiano de la confrontación entre fundamentalistas y evolucionistas era que:
“para, los que creen que la Biblia es un libro infaliblemente científico, está de más la ciencia; sobra por innecesaria. Los que respetan y aman la, ciencia, considerándola un todo independiente de la verdad, escrituraria, del Antiguo y Nuevo Testamento, la ciencia es necesaria como sal de la vida, pues ella no excluye lo divino en lo humano. Un Cristiano en el sentido del Evangelio no debe alarmarse jamás de las hipótesis o teorías científicas, cualesquiera sean sus afirmaciones o linaje: es la ciencia la que deberá confirmarlas, o transformarlas o destruirlas”.85
Hacia 1925 —parece evidente— los metodistas habían cambiado sus mentalidades, ahora el darwinismo ya nos los alejaba de Dios.
[1] Guelfi ele Bersiá, Dos Vidas Fecundas, Buenos Aires, La Aurora, 1940, p. 80.
2 Donald W. Dayton, Raíces Teológicas del Pentecostalismo, Buenos Aires, Granel Rapids, Nueva Creación, William B. Erclmans Publishing Company, 1991, p. 48 ss.
3 Acerca de las divisiones en el Metodismo y las fracciones abolicionistas de la “Wesleyan Methodist Connection” y la Iglesia Metodista Libre, ver: Robert Craig, “Metodismo, Luchas Populares y Cambio Social; El Caso Norteamericano”, en José Duque, La Tradición Protestante en la Teología. Latinoamericana; Primer intento: Lectura de la Tradición Metodista, Costa Rica, DEI, 1983, p. 31-60.
4 Lillck, La Revolución Industrial en los Estados Unidos, Buenos Aires, CEFYL Publicaciones, Apuntes de Cátedra Historia Social General, 1988, p. 109-165.
5 Paul Tillich, Pensamiento Cristiano y Cultura en Occidente, Buenos Aires, La Aurora, 1977, p. 477.
6 Hacia mediados del siglo XIX, el ministro racionalista Theodore Parker se constituyó en uno de los exponentes más radicales del unitarismo ya que el sobrenaturalismo dentro de su pensamiento teológico no tenía ningún espacio.
7 Benjamín Peirce, “On the Constitution of Saturn’s Ring”, The Astronómical Review, II (16 ele junio de 1851), p. 19.
8 Acerca de los nuevos desarrollos de la astronomía ver de Samuel P Langley, The New Astronomy, Ticknor and Co, 1881.
9 Sobre la obra ele W. Gibbs ver ele Muriel Rukeyser, Willard Gibbs, Donbleday, Doran, 1942.
10 Ver The Physical Papers of Henry August Rowland, John Hopkins Press, 1902.
11 Ver: Daniel G. Gilman, Life of James Dwight Dana, Harper, 1899.
12 Jane Loring Gray, The Letters of Asa Gray, Houghton Mifflin, 1893, 2 Vols.
13 Asa Gray, Darwiniana: Essays and Reviews Pertaining to Darwin, Nueva York, 1876.
14 Acerca de la posición de ver de George Frederick Wright, Man and the Glacial Period, Appleton, 1892; Story of My Life and Work, Biblioteca Sacra Co, 1916.
15 Ver su Autobiography of Joseph Le Conte, Appleton, 1903.
16 Henry Ward Beecher, Evolution and Religion, Fords, Howard and Hulbert, 1885, p. 45-46.
17 Una obra fundamental de Washington Gladden en relación con los estudios filológicos fue su Who Wrote the Bible?, Houghton Mifflin, 1891.
18 John Fiske, Excursions of an Evolutionist, Houghton Miffin, 1893. Además ver: A Century of Science, Houghton Mifílin, 1899.
19 Andrew D. Write, A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom, Appleton, 1896, 2 Vols.
20 Saldaña, J. “Ciencia y Libertad: La ciencia y la Tecnología como política de los nuevos estados americanos”, en Saldaña. ]., Historia Social de las Ciencias en América Latina, México, Grupo Porrua Editor, 1996.
21 Sandra Sanio, “El Museo Bernardino Rivadavia, Institución Fundante de las Ciencias Naturales en la Argentina del Siglo XIX”, en Marcelo Monserrat (compilador), La Ciencia en la. Argentina, entre Siglos, Textos, Contextos e Instituciones, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2000, p. 330.
22 Es así que hubo que esperar hasta 1865 para que la Universidad de Buenos Aires —fundada en 1821— comenzara a dictar cursos de historia natural gracias al aporte de docentes venidos de Europa. En 1876, se establece en Córdoba la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas y en 1878 se funda la Academia Nacional de Ciencias.
23 Weinberg, G, “La Ciencia y la Idea ele Progreso en América Latina”, 1860- 1930, en Saldaña, J., op. cit., p. 378.
24 Natalio Botana, La Tradición Republicana, Buenos Aires, Ecl. Sudamericana, 1984, p. 428-430. Allí el autor habla del intento ele J. B. Alberdi y D. E Sarmiento de construir una “república regida por sabios e industriales” , donde “a la política como historia de los cambios y conflictos sucedía una política científica, serena como el firmamento”.
25 Sauro, op. cit., p. 331.
26 Daniel Monti, Ubicación del Metodismo en el Río de la Piala, Buenos Aires, La Aurora, 1976, p. 30.
27 Domingo Faustino Sarmiento, Obras Completas, T 28, p. 337. El diario El Nacional aparecido del 19 de mayo de 1858, a través un suelto de redacción daba cuenta de que: ‘Anoche tuvo lugar la apertura, en la capilla, metodista. (Calle Cangallo al 300), de un curso de lecturas sobre la. geología por Mr. Goodfellow, con asistencia de una numerosa, concurrencia, de ambos sexos”.
28 William Henry Hudson, Far away and Long Ago, Londres, J. M. Dent and Sons Lid., 1918. La obra fue editada en el transcurso de 1918 en New York por E.P. Dutton and Co. En 1922 integró la Collected Edition de las obras del autor aparecida en veinticuatro volúmenes. En 1938, Editorial Peuser editó la primera edición en castellano, bajo el título Allá lejos y hace tiempo. Relatos de mi infancia” con el auspicio de la Municipalidad de Quilines. Esta traducción correspondió a Fernando Pozzo y Celia Rodríguez de Pozzo.
29 Marcelo Monserrat, “La Sensibilidad Evolucionista en la Argentina Decimonónica”, en Monserrat, 2000, op. cit, p. 204-205. Sobre abandono de la fe y la adhesión al darwinismo por parte de W. H. Hudson, ver el capítulo XXIV, Ganancias y Pérdidas, p. 275 278.
30 Daniel Monti, Presencia del Protestantismo en Río de la Plata, Buenos Aires, La Aurora, 1969, p. 84. Esta afirmación se basa en la anotación que realizara el traductor de la edición de homenaje efectuada por la Municipalidad de Quilmes en 1955, cuando afirma en el capítulo VII: “Hudson fue bautizado en la Iglesia Metodista, sita, en la calle Cangallo. Fue el primer niño bautizado en ella”.
31 Alberto M. Hudson se convirtió al metodismo junto con Juan F. Thomson bajo el ministerio de W. Goodfellow en enero de 1857 durante la semana de oración. Según y bajo el ministerio de W. Goodfellow, sería el precursor de la himnodia evangélica en el Río de la Plata.
32 Monti, 1976, op. cit., p. 34.
33 Charles W. Drees, “Methodist Episcopal Missions in South America”, en El Estandarte Evangélico, Número del Jubileo, Buenos Aires, 1911, p. 41.
34 Monti, 1969, op. cit., p. 257-258.
35 Jennie E Howard, In distant climes and other years, Buenos Aires, Published Under the Auspicies of The American Society of River Plate, 1931, p. 34.
36 Alberto. Piquinella, Boletín del Centenario, Montevideo, 1978, s/n.
37 El Evangelista, T. I, N° 23, 2 de febrero de 1878, p. 198.
38 Ibíd., p. 198.
39 El proceso de organización bajo la conducción de Tomás B. Wood se extendió de junio ele 1877 a junio de 1878.
40 Cabe recordar que en el Uruguay, el metodismo no sólo apoyó Ja reforma ele la enseñanza primaria impulsada por José P. Varela, sino que además, Cecilia Guelfi, maestra ele la escuela valeriana, con la subvención de la Sociedad Misionera Extranjera de Señoras, llegó a conformar entre 1879 y 1886 una red educativa compuesta por nueve escuelas en la periferia de Montevideo.
41 Para el redactor de El Evangelista: “La escuela debe ser, a los ojos de los pueblos, el tribunal donde se premia y castiga con la severa imparcialidad de la justicia; la cátedra de la verdad; el santuario de la fe; la fortaleza alzada contra los disparos de la ignorancia; el templo de la luz del espíritu; el arca santa de la alianza, donde flotan las almas para librarse de la general inundación; la trinchera que defiende; la mansión santa y bendita que nadie debe profanar”, El Evangelista, T. II, N° 8, 20 de octubre de 1878, p. 61.
42 Ibíd., p. 81.
43 El Evangelista, T. IX, N° 44, 30 de octubre de 1886, p. 347.
44 El Evangelista, T. VII, N° 22, 31 de mayo de 1884, p. 171.
45 Ibíd., p. 170.
46 Guelfi, op. cit., Circular “Escuela. Evangélica Para Señoritas”, Montevideo, enero de 1879. Además se ofrecían clases especiales de francés, inglés, piano y canto. Gracias a los informes de los exámenes anuales publicados por la prensa diaria, hemos podido reconstruir el programa de estucho de las Escuelas Evangélicas de Montevideo para el período 1879-1886. En 1879, la Escuela Evangélica Gratuita. N° 1 tenía un plan básico que abarcaba “Lecciones sobre objetos, escritura, gramática, aritmética, geografía de la República, fisiología y ejercicios gimnásticos, moral y religión, costura’’, Guelfi, op. cit., p. 66. El currículum también comprendía “música, vocal y ejercicios gimnásticos”, El Evangelista, T. III, N° 15, 20 de diciembre de 1879. Por otra parte sabemos que en Trinidad y Durazno el programa abarcaba además de todas las asignaturas primarias y comerciales, la lectura y estudio de las Santas Escrituras, latín e inglés.
47 El Evangelista, T. VII, N° 14, 5 de abril de 1884, p. 112.
48 El Evangelista, T. VIII, N° 23, 6 de junio de 1885, p. 183.
49 El Evangelista, T. VIII, N° 12, 21 de marzo de 1885, p. 95. La “preciosa página de Víctor Hugo” se denominaba “El Arzobispo”. Las obras del poeta francés al parecer eran leídas por los metodistas, sobre todo, por su fuerte (ono anticatólico y por su postura favorable a una educación moral desligada del catolicismo. Ver El Evangelista, T. I, N° 2, 8 de setiembre de 1877, p. 16; T. I, N° 31, 30 de marzo de 1878, p. 262-263. El Estandarte Evangélico, Año VII, N° 324, 27 de setiembre de 1889, p. 1.
50 Ibíd., p. 95.
51 El Estandarte Evangélico, Año VIII, N° 153, viernes 18 abril de 1890, p. 4. El redactor daba cuenta sobre cómo el pastor Wood “nos descifró con largo puntero en varios mapas, que él había hecho a tal efecto; la magnitud de las estrellas y los planetas, cómo se ven por el telescopio en su carrera por los espacios, y con claridad suma… nos señaló dónde se encuentra en la actualidad el planeta Saturno, en su carrera de traslación alrededor del Sol, formando una órbita, cuyo círculo echa en recorrerlo aproximadamente treinta años”.
52 El Evangelista, T. IV, N° 19, 8 de enero de 1881, p. 163-164.
53 El Evangelista, T. I, N” 16, 15 de diciembre de 1877, p. 131, “Louis Agassiz y el Darvinismo”.
54 El Estandarte Evangélico, Año VIII, N° 344, viernes 14 de febrero de 1890, p. 1, “La ciencia”.
55 El. Evangelista, T. I, N° 2, 8 de setiembre de 1877, p. 9.
56 Ibíd., p. 9. En esta misma dirección, D. F. Sarmiento consideraba fundamental el estudio de las ciencias por su aplicación a la industria: “Si se atiende a que las montañas de Chile encierran toda variedad de metales, semi-metales, tierras y piedras útiles; si se tiene presente que el más vasto campo de las ciencias de aplicación a la industria es precisamente el que a la química y a la metalurgia ofrece materia inorgánica, se comprenderá fácilmente, que la instrucción en estos ramos, podría desenvolver riqueza, crear nuevas industrias, improvisar nuevos medios de vivir”. Domingo F. Sarmiento, Educación Popular, Santiago, 1855. “Influencia de la Instrucción Primaria en la Industria y el Desarrollo General de la Prosperidad Nacional”, p. 46.
57 Ibíd., p 10.
58 Ibíd., p 10.
59 Ibíd., p 10.
60 Según Dillenberger-Welch, El Cristianismo Protestante, Buenos Aires, La Aurora, 1958, p. 200. En la Teología Liberal la confianza en el método científico como metodología de acceso a la verdad “significó no sólo la franca aceptación del estudio científico del mundo natural, sino también la aplicación de métodos científicos de investigación en la crítica bíblica y la historia de la religión”.
61 El Evangelista, T. II, N° 1, 7 ele setiembre ele 1878, p. 5.
62 La obra polémica ele David Hume On Mirarles. An Enquiry Concerning Human Understanding se constituyó en una de las principales argumentaciones contrarias a las creencias en los milagros. Con antelación el pastor anglicano Conyers Middleton había expuesto ideas deístas similares.
63 Las experiencias espirituales, propias de los avivamientos, el movimiento de santidad, de curación por fe y el avivamiento pentecostal de 1901, no eran ni tan importantes ni confiables porque no estaban regidas por los cinco sentidos.
64 Theodore Dwight Bozeman, Protestants in an Age of Science: The Baconian Ideal and Antebellum American Religious Thought, Chapel Hill, N.C., University of North Carolina Press, 1977, p. 21 ss.
65 Herbert Hovenkamp, Science and Religión in América, 1800-1860, Philadelphia, Pa., University of Philadelphia Press, 1978, p. 5. Allí el autor denomina al “Realismo del Sentido Común” escocés “La visión mundial evangélica”.
66 Mark A. Noli, Princeton and the Republic, 1768-1822, Princeton, N. f, Princeton University Press, 1989. En esta obra el autor señala la gran influencia del Realismo Escocés de Witherspoon sobre el evangelicalismo norteamericano.
67 Bozeman, 1977, op. cil., cap II, “La Antigua Escuela Presbiteriana”.
68 Sydney K. Ahlstrom, “The Scottish Philosophy and American Theology” , en Church History N° 24 (setiembre de 1855), p. 257-272.
69 El Evangelista, T. I, N° 51, 17 de agosto de 1878, p. 425.
70 El Evangelista, T. II, N° 20, 18 de enero de 1879, p. 160.
71 El Evangelista, T. I, N° 19, 5 ele enero de 1878, p. 170.
72 El Evangelista, T. II, N° 17, 28 de diciembre de 1878, p. 134-135.
73 Ibíd., p. 135.
74 Ibíd., p. 135.
75 El. Evangelista, T. I, N° 49, 3 de agosto de 1878, p. 411.
76 Ibíd., p. 411.
77 El Evangelista, T. I, N° 27, 2 de marzo de 1878, p. 231.
78 El Evangelista, T. II, N° 12, 23 de noviembre de 1878, p. 94.
79 El Evangelista, T. I, N° 27, 2 de marzo de 1878, p. 232.
80 El Evangelista, T I, N° 43, 22 de junio de 1878, p. 363. Como contrapartida, el redactor exponía su cristología afirmando: “Dios a. su vez ha hecho lo que le parecía bien a. él, y por eso fue venir él mismo a la tierra a salvarnos’’.
81 El Evangelista, T. II, N” 11, 16 de noviembre de 1878, p. 84.
82 Juan Varetto, El Apóstol del Plata, Juan F. Thomson, Buenos Aires, La Aurora, 1943, p. 164.
83 Ibíd., p. 169
84 La Reforma, “El Caso del Maestro Scopes; Darwin, la Biblia y la Ciencia”, Buenos Aires, 1925, p. 25.
85 Ibíd., p. 26.