Teología e Historia, Volumen 1, Año 2003, pp. 45-68 ISSN 1667-3735
El año pasado, (2001), en una serie de conferencias dictadas en Buenos Aires y en Santiago, me refería a los “cambios cataclísmicos” que están teniendo lugar en la historia de la iglesia. Empleando esa metáfora, decía que…
Cuando por primera vez estudié la historia de la iglesia, había cuatro momentos cimeros en esa historia: (1) la conversión de Constantino, y la consecuente época de los grandes “Padres” de la iglesia; (2) la cima de la Edad Media en el siglo 13; (3) la Reforma del siglo 16, y (4) los grandes sistemas teológicos del siglo 19. En el campo de la historia de la teología, bastaba con conocer bien a los teólogos de esos cuatro siglos -el 4, el 13, el 16 y el 19. Estos eran, por así decir, los cuatro grandes continentes, las cuatro grandes masas de la historia eclesiástica. Lo que ocurrió entre esos cuatro grandes continentes no era sino una serie de islas de menor importancia.
Y luego añadía que…
Ahora empero, una serie de acontecimientos y consideraciones me obligan, como obligan también a otros historiadores, a dirigir la mirada hacia otros continentes hasta ahora casi ignotos —y esto en tal medida que no hay otro modo de describir el cambio en nuestra perspectiva sino en términos de cataclismos.1
Al hacer aquellas observaciones, señalaba la nueva importancia que los siglos segundo y tercero van cobrando para el siglo 21, debido en parte a la situación de marginalidad en que el cristianismo se va encontrando cada vez más, y al paralelo entre esa situación y la de la iglesia en aquellos siglos tempranos. De igual modo comentaba acerca de cómo la importancia del siglo 16, que antes radicaba en la Reforma Protestante, tiende ahora a centrarse en las conquistas ibéricas y la consiguiente colonización y “cristianización” de nuevos mundos; y cómo el siglo 19, que antes nos interesó sobre todo por sus grandes teólogos, ahora nos interesa cada vez más porque fue en él que por primera vez el cristianismo penetró en regiones tales como el corazón de Africa y de Asia, las islas del Pacífico, etc.
Apenas unos meses después de dictar yo aquellas conferencias, la historia nos sorprendió con lo que siempre debimos haber esperado: los acontecimientos espeluznantes del 11 de septiembre. El primer impacto de tales acontecimientos fue principalmente emotivo, al ver una y otra vez, en mil pantallas de televisión, cómo aquellos dos aviones se estrellaban contra dos grandes edificios, y cómo aquellos rascacielos se deshacían en una nube de humo y de polvo. Luego vimos, unos con mayor entusiasmo que otros, cómo aquella acción violenta desencadenaba otras violencias en Afganistán, en Palestina, en Israel, en docenas de otros lugares, y quién sabe en cuántos otros por venir. Después nos percatamos de que parte de nuestro espanto tenía que ver con el terrible recordatorio de que hasta los más poderosos son vulnerables, que no hay dónde refugiarse de los males y las violencias del presente, que en fin de cuentas todos estamos atados en una humanidad común.
Por todas estas razones, y por muchas otras, la vida después del 11 de septiembre no es lo mismo que era antes. Y, porque la vida es diferente, también lo será la historia de la iglesia que estudiemos desde ahora en adelante.
En aquellas conferencias, señalaba yo que la razón por la cual estaban teniendo cambios cataclísmicos en la historia de la iglesia era que otros cambios semejantes estaban teniendo lugar en la vida de la iglesia. La historia no se escribe solamente desde el pasado, sino también desde las luchas del presente y desde nuestras visiones del futuro. Si las conquistas del siglo 16 comienzan a rivalizar con la Reforma Protestante como econtecimiento cimero de ese siglo, ello se debe a que ya en el siglo 20 comenzaron a desgastarse las ásperas aristas que en el 19 separaron a católicos de protestantes, al tiempo que las iglesias en América Latina y en otros lugares de lo que antes llamábamos el “Tercer Mundo” mostraban una vitalidad y creatividad teológica mucho mayores que en los antiguos centros donde tuvieron lugar la Reforma Protestante y su contraparte católica.
Luego, si es cierto que el 11 de septiembre ha cambiado nuestra percepción del mundo, la consecuencia invitable es que cambiará también nuestra percepción de la historia, y en concreto, para la que aquí nos interesa, de la historia de la iglesia.
Si el año pasado decía yo que estábamos redescubriendo los siglos segundo, decimosexto y decimonono, hoy tengo que decir que súbitamente, de manera que no puede calificarse sino de cataclísmica, surgen del fondo del mar los siglos séptimo y octavo. Mahoma murió en Medina en el ano 632, y fríe solamente un siglo más tarde, en la famosa batalla de Tours o de Poitiers, que se detuvo el avance del islam en Europa occidental. En esos cien años, la nueva fe y sus ejércitos habían conquistado el viejo imperio persa hasta las fronteras mismas de la India, así como varios de los centros tradicionales donde la fe cristiana había echado raíces y tomado forma: Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Cartago. En el año 711, bajo el mando de Tarik ben Zagal, sus ejércitos había cruzado el estrecho de Gibraltar-que precisamente por eso se llama de Gibraltar, Gebal Tarik, «monte de Tarik»—y le habían puesto fin al reino visigótico de España. Al otro extremo de Europa, el Imperio Bizantino, privado de la mayoría de sus territorios, perduraría por siete siglos más, pero sin recobrar jamás su viejo lustre y poder. El Mediterráneo, hasta entonces un lago cristiano, quedó ahora dividido entre el cristianismo y el islam, y pronto se volvió casi un lago musulmán. Mientras tanto, en el norte europeo el cristianismo seguía un proceso de germanización, apartándose cada vez más de sus viejas raíces en el Mediterráneo y en el Levante. Forzados por las circunstancias políticas a buscar el apoyo de los francos, los papas se interesaron cada vez más en el norte, y menos en lo que sucedía en el oriente bizantino.
(De paso, resulta interesante notar que una de las consecuencias de ese cambio de intereses por parte de los papas es nuestro uso común del llamado Credo de los Apóstoles. Hasta entonces, el credo más comúnmente usado, tanto en el Occidente como en el Oriente, era el Niceno. Pero en el Occidente, tras un proceso que aparentemente tiene sus raíces en España, se acostumbraba añadir la palabra filioque, “y del Hijo”, en la tercera cláusula, y decir por tanto que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Al enterarse de esto, algunos en el Oriente bizantino objetaron vehementemente ante tal interpolación en el Credo. Los papas, viéndose en ¡a difícil posición de tener que decidir si recitar el Credo como lo hacían los francos o como los bizantinos, sencillamente comenzó a utilizar y a fomentar el uso del antigo credo romano, afirmando su origen apostólico. De ahí el hecho de que hoy en el Occidente, cuando alguien se refiere sencillamente al “Credo”, sin más, se entiende el Credo Apostólico, mientras que en el Oriente “el Credo” es el Niceno..)
Volviendo entonces a los siglos séptimo y octavo, lo cierto es que todos esos acontecimientos nos eran sobradamente conocidos, pero que no nos percatábamos de su importancia como nos percatamos hoy. Ya durante la primera mitad del siglo 20 el historiador francés Henri Pirenne había propuesto que la verdadera línea divisoria entre la antigüedad y la Edad Media no era la caída de Roma ante los godos en el 410, sino más bien el tiempo que va de Mahoma a Carlomagno.2 Pero los historiadores en general, y ciertamente los historiadores de la iglesia, continuábamos actuando como si todavía el gran momento de transición fuese el 410. Así, por ejemplo, los currículos en seminarios y escuelas teológicas frecuentemente ofrecen un curso que termina con San Agustín, o con la caída de Roma, y otro que comienza con esos acontecimientos.
Hay buenas razones para considerar que la linca divisoria se encuentra precisamente en el año 410 o sus alrededores. Después de todo, fue entonces que la antigüedad clásica romana recibió su golpe de muerte, y a partir de entonces residió claro que el futuro estaba en manos de los “bárbaros” del norte. Puesto que en tiempos del Renaci- emiento, y hasta el día de hoy, han sido principalmente los descendientes de tales “bárbaros” quienes han escrito e interpretado la historia, y quienes han pensado que parte de su gran tarea era la recuperación y restauración de la antigüedad clásica, no ha de sorprendernos el que se haya vuelto costumbre pensar que el año 410, fecha del gran triunfo de los godos, es la línea divisoria, y que todo lo que sucedió desde entonces hasta el Renacimiento no es sino “Edad Media”-es decir, tiempo intermedio, paréntesis entre las glorias de la antigüedad y las glorias del Renacimiento.
Cuando se lee la historia de ese modo, el surgimiento y avance del islam no es sino uno más de los trágicos acontecimientos del medioevo. Es así que parece entenderlo Williston Walker, quien introduce el islam con las siguientes palabras:
La brillante restauración del poderío romano por parte de Justiniano no duró mucho. Ya en el 568 los lombardos ejercían presión sobre Italia. Sin conquistarla del todo, ocuparon el norte y buena parte del centro de la península. Las últimas tropas romanas fueron expulsadas de España por los visigodos en el 624. Los persas se apoderaron de Siria, Palestina y Egipto del 613 al 629, y arrasaron el Asia Menor y el Bosforo. En Europa los avaros, los croatos y los serbios conquistaron las tierras del Danubio y buena parte de las provincias balcánicas, con lo que casi desapareció el cristianismo en la región, y en los años 623 y 626 llegaron hasta la misma Constantinopla. Si el imperio subsistió, ello se debió al genio militar del emeprador Heraclio (610-642), quien derrotó a los persas en una brillante acción, y recuperó los territorios perdidos en el Oriente. Empero ya antes de su muerte había aparecido un nuevo poder, el del islam?
A esto siguen diez líneas, que son todo lo que Walker dice acerca del surgimiento y avance del islam, hasta que bastante después llega al tema de las cruzadas.
Todo esto da la impresión de que el avance del islam, con todo y ser rápido y presentarle un reto importante al cristianismo, no fue muy diferente del reto planteado por los lombardos, los godos o los serbios. Era sencillamente parte de un período de caos y de decadencia que había comenzado doscientos años antes.
Pero el 11 de septiembre nos obliga a ver las cosas de otro modo. Ahora, si nos desentendemos de aquellos acontecimientos de los siglos séptimo y octavo, así como de los repetidos conflictos de las cruzadas, el colonialismo, etc., no podremos entender lo que está sucediendo en el siglo 21-en este siglo del 11 de septiembre. Dicho de otro modo, mientras que hoy se nos haría difícil encontrar conflictos surgidos de la toma de Roma por los godos en el 410, por todas partes vemos conflictos cuyas raíces se remontan al surgimiento y avance del islam en los siglos séptimo y octavo.
Es por esto que bien podemos decir que el 11 de septiembre tendrá consecuencias cataclísmicas para la historia de la iglesia. Aquellos siglos, hasta ahora al parecer sumergidos bajo un mar de indiferencia y de provincialismo occidental, surgen del fondo del océano con fuerza arrolladora, produciendo terremotos cuyas ondas alcanzan hasta los más remotos rincones de la tierra.
Por otra parte, al referirme a «los siglos séptimo y octavo», utilizo esa frase como una especie de taquigrafía, que incluye todo el proceso que tuvo lugar a partir de entonces, y en parte como consecuencia de las conquistas de aquellos siglos.
Esa historia de los repetidos encuentros entre el islam y el occidente se ha centrado tradicionalmente en los encuentros que tuvieron lugar en el Levante-en las amenazas al Imperio Bizantino, en las cruzadas, en las conquistas de los turcos, etc. Mientras esto es importante, y no debe olvidarse, es necesario recordar que hubo también otra frontera de encuentro en la Península Ibérica y, en menor grado, en Sicilia. Esa línea de encuentro fue de fundamental importancia en el desarrollo de la civilización occidental, y si la historia le ha prestado menos atención, ello se debe en parte a que esa historia ha estado dominada por historiadores del norte de Europa, para quienes las cruzadas dirigidas por francos, normandos, ingleses y alemanes han sido mas interesantes que ios encuentros que tuvieron lugar en España. Y se debe en parte a que los historiografía española frecuentemente se ha dejado dominar por el mito de la Reconquista, que hace aparecer todo el tiempo entre el 711 y el 1492 como un gran proceso de recuperación de territorio perdido, una larga cruzada contra el invasor musulmán.
Hay una diferencia marcada entre quienes conquistaron a España en el siglo octavo y la cultura que floreció allí a partir del noveno. Puesto que es poco lo que queda como testimonio de la vida y la cultura de los moros en el siglo octavo, resulta muy fácil caer en el error de pensar que quienes conquistaron a España llevaban ya consigo las glorias de aquella cultura. Pero lo cierto es que al principio de sus conquistas los árabes no eran sino un grupo de tribus en las que las civilizaciones de Roma, Egipto y Persia habían hecho sólo un ligero impacto. Lo que es más, quienes conquistaron y luego colonizaron el reino visigodo de España no eran en su mayoría árabes, sino bereberes, ellos mismos recién conquistados por los árabes.
Los bereberes eran llamados muwalads, término que se les daba a los conversos y que quiere decir «adoptivos», pues al principio los árabes retuvieron su vieja organización tribal, y quien se convertía al islam era adoptado como miembro de una de sus tribus. A pesar de tal supuesta adopción, el muwalad era considerado inferior al árabe, y hay eruditos que sugieren que el término «mulato», con sus antiguas connotaciones despectivas, no viene del latín mulus, sino del árabe muwalad. No fue sino tras varias generaciones que aquellos moros llegaron a considerarse árabes, y tras varias generaciones más que los mismos árabes les aceptaron como tales.
Estos bereberes eran uno de los pueblos más antiguos del norte de Africa. Parcialmente conquistados primero por los púnicos y luego por los romanos, retuvieron siempre algo de su independencia y mucho de su identidad. Mientras el Imperio Romano perseguía a los cristianos, el cristianismo se difundió entre los bereberes. Cuando el Imperio Romano se hizo cristiano, la resistencia bereber tomó la forma del donatismo, y a veces el donatismo extremo y violento de los circunceliones. Parcialmente conquistados luego por los vándalos, y poco después por los bizantinos durante el reinado de Justiniano, los bereberes retuvieron su identidad y su organización tribal.
Conquistados por los árabes y convertidos al islam, los bereberes que formaron el grueso de los invasores bajo el mando de Tarik, y tras él del gobernador Musa ben Noseir, eran gente ruda y aguerrida, quienes no tenían mucho interés en los refinamientos de la cultura urbana, y menos en las artes y la literatura.
Por otra parte, lo mismo es cierto de los godos a quienes los moros conquistaron. Los godos que invadieron a España tres siglos antes que los moros tampoco se interesaban mucho en las letras y las artes. Si bien es cierto que el reino godo produjo algunos eruditos como Isidoro de Sevilla, el hecho es que España bajo el régimen godo no fue centro de cultura ni de civilización. La monarquía visigoda fue siempre inestable, marcada por una larga lista de usurpaciones, rebeliones y hasta fratricidios. El propio rey Rodrigo, a quien la leyenda lia exaltado como el último rey godo, acababa de asumir el trono cuando corrió a enfrentarse a las tropas de Tarik en la batalla de Guadalete. Hasta poco antes, España había estado separada del resto de Europa por las convicciones arrianas de sus gobernantes, y no fue sino en el 589, apenas 122 años antes de la conquista musulmana, que Recaredo abrazó la fe nicena de sus vecinos francos, y con ello comenzó algún intercambio con ellos.
La diferencia estuvo entonces en que los godos eran un remo bastante aislado del resto de Europa, y que aun esa Europa pasaba por tiempos de oscurantismo, mientras los moros tenían amplios contactos con el resto del mundo árabe, y que ese mundo pronto se abrió a la herencia de las viejas civilizaciones greco-romana, egipcia, odia y persa. Aunque la leyenda les atribuye ja destrucción de la antigua biblioteca de Alejandría, lo cierto es que los árabes se interesaron profundamente en los conocimientos de la antigüedad, y que pronto se constituyeron en sus herederos y continuadores. El resultado fue que, si bien los primeros invasores eran gente ruda y al parecer sin grandes intereses literarios, artísticos o científicos, pronto floreció en buena parte del mundo musulmán, y particularmente en España, una civilización sin paralelo en la Europa occidental.
Así, por ejemplo, mientras en la Europa cristiana sólo subsistía una economía de trueque, con escasos recursos para el gran comercio a distancia, en la España musulmana del siglo noveno y del décimo florecía una economía monetaria y mercantil que alcanzó su apogeo bajo Aberramán III (912-961). Mediante sistemas de crédito, España sostenía comercio, no sólo con el Levante, sino hasta con el Oriente. Los contactos culturales y comerciales con Bizancio eran más frecuentes en España que en el norte europeo, a pesas de que tanto Bizancio como el Occidente se consideraban unidos por una misma religión.4 En una época cuando las grandes ciudades de Europa apenas contaban con unas decenas de millares de habitantes, Córdoba llegó al medio millón. La agricultura se sistematizó, y se crearon o se mejoraron sistemas de riego, a tal punto que hasta el día de hoy muchos de los términos castellanos que se refieren a la agricultura y particularmente al regadío son de origen árabe-acequia, noria, aljibe, alberca, alcachofa, alpiste, albaricoque, alfalfa, azúcar, almendra, aceite, aceituna, algodón, berenjena. Lo mismo es cierto en lo que se refiere al comercio, y en particular al comercio al por mayor y a distancia-tarifa, aduana, almacén, arancel, arroba, fanega-así como al trabajo y la industria-tarea, alfarero. Además, España se caracterizó por sus innovaciones industriales. El papel, inventado en China mucho antes, comenzó a producirse en España en el siglo noveno, y de allí se exportaba, entre otros lugares, a la Europa cristiana. Por la misma época, en Córdoba, se inventó un nuevo método de producir cristal -el llamado “cristal de pedernal”- que pronto revolucionó esa industria. Traído desde China, el gusano de seda fue fuente de otra industria que floreció en España por aquel tiempo.
Que todo esto hizo fuerte impacto y valiosa contribución a la civilización occidental, puede verse en el número de palabras de origen árabe que a través de España penetraron en lenguas tales como el inglés -artichoke, apricot, alfalfa, sugar, almond, tariff- y el francés -douane, sucre, tarif artichaut, aubergine…
Lo que es cierto de la economía y la industria lo es más de las ciencias, las artes y las letras. Entre las ciencias, los árabes tomaron la geometría de Euclides, y el sistema de numeración decimal de la India, y produjeron grandes adelantos en las matemáticas. Esto, a tal punto que hasta el día de hoy nos referimos a los números que usamos a diario como «arábigos». Mientras en la Europa cristiana se hacían todavía cálculos con el engorroso sistema romano, lo musulmanes, entre ellos los de España, hacían complicadas operaciones matemáticas. Señal de ello son todavía en nuestro idioma vocablos tales como álgebra, cifra y algoritmo-este último en honor del matemático Al-Kwaritzmi, nacido en Persia en el siglo octavo.5
También en la medicina se distinguió aquella civilización árabe, produciendo estudios de anatomía y farmacopea.6 La Enciclopedia médica de Al-Razi o Ratses, en veinte volúmenes, no fue superada en Europa sino en el siglo 19 En Egipto, un médico del siglo 12 propuso una teoría acerca de la circulación de la sangre muy parecida a la de William Harvey en el siglo 17. Aunque ai principio aquella ciencia médica evolucionó principalmente en las zonas orientales del mundo musulmán, ya para el siglo 12 la España musulmana se distinguía por sus prácticas curativas y por sus conocimientos médicos, de los cuales hemos heredado palabras tales como elixir y alambique.
Entre las artes, la arquitectura de los musulmanes españoles puede admirarse todavía en las minas de Medina Azahara, y en las glorias de la Alhambra. La arquitectura mozárabe, tan difundida en España, y los azulejos tan típicos de Portugal y Andalucía son de origen musulmán. La iluminación de manuscritos floreció entre los mozárabes, y se debate hasta qué punto fue influido por las artes musulmanas. Aunque en otras partes del mundo musulmán se seguía la prohibición estricta contra las artes figurativas, tal no parece haber sido en caso en España, al menos en artes menores. Ciertamente, en la España mozárabe floreció un estilo particular en la iluminación de manuscritos cuyo ejemplo cumbre es el famoso manuscrito del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana que se conserva en el Museo Británico. Y ese estilo mozárabe influyó a su vez sobre la iluminación de manuscritos en el resto de Europa occidental.7
En cuanto a las letras, Al-Hakam I (796-822) y Abderramán II (822-852), además de gobernantes, fueron poetas ilustres. Poco después Al-Hakan II (961-976) llegó a coleccionar una biblioteca de 400,000 volúmenes, catalogada en 44 volúmenes8-en una época cuando en la Europa cristiana una biblioteca de unos pocos centenares de volúmenes se consideraba excepcional. En las principales ciudades florecían tertulias literarias. A ellas, así como a las cortes de los gobernantes, asistían literatos, sabios y poetas de todo el mundo musulmán.
El diálogo intelectual era ágil y a veces hasta cruel. Se cuenta que durante el régimen de Almanzor, allá por al año 1000, un tal Abu Ali llegó a Córdoba dándoselas de sabio. Molestos por sus ínfulas, un grupo de eruditos, en una audiencia ante Almanzor, le presentaron un libro encuadernado bajo el título de «Libro de mentiras». Cuando Abu Ali dijo haberlo leído, le preguntaron lo que decía, y después que el falso erudito había disertado sobre el contenido de aquel volumen, ¡le mostraron a Almanzor que no tenía sino páginas en blanco!
También en este campo de la literatura la España musulmana impactó la cultura europea. Aunque los eruditos debaten hasta qué punto la noción misma del amor romántico se deriva de la literatura musulmana española, no cabe duda de que la poesía de los musulmanes españoles se refleja en los trovadores que escribían y cantaban en lo que los franceses hoy llaman langue d’oc, y en los troveros que hacían lo mismo en langue d´oil.9
Empero fue sobre todo en el campo de la filosofía, y en el modo en que esa filosofía se tradujo en adelantos tecnológicos, que el impacto de la España musulmana sobre la Europa occidental puede verse hasta el día de hoy. En la escasa medida en que se le prestaba atención a la filosofía en la Europa occidental de los primeros siglos del medioevo, prácticamente lo único que se conocía era la tradición neoplatónica transmitida a través de San Agustín, el Seudo-Dionisio y otros. De Aristóteles se conocía apenas la Lógica. Hasta del neoplatonicismo mismo, con todo y ser dominante, se conocían pocos textos originales. Como bien dijo el historiador católico César Baronio hace más de cuatro siglos, el siglo décimo fue en la Europa cristiana una edad “de plomo y de hierro”. En el entretanto, gracias a los contactos del islam con la filosofía clásica, ese mismo siglo trajo un florecer de la filosofía árabe, sobre todo en España. Ese florecer continuaría hasta bien avanzado el siglo trece, y se manifestaría también entre los judíos que vivían bajo el regimen musulmán español.
Esa historia es larga, y no hay por qué repetirla aquí.10 Resumiendo en unas palabras lo que tardó siglos, podemos decir que las obras de la antigüedad clásica, y sobre todo de Aristóteles, fueron llevadas por los nestorianos a la escuela de Nisibis, en Mesopotamia. Allí fueron traducidas al siríaco. Cuando los abasidas establecieron su califato en Bagdad, a partir del 750, se hicieron rodear de administradores y eruditos sirios, con el resultado de que aquellas obras de la antigüedad clásica fueron traducidas entonces del siríaco (y a veces del persa) al árabe. Llevadas por los árabes hasta España, y especialmente a la floreciente ciudad de Córdoba, aquellos viejos escritos produjeron todo un despertar intelectual entre cuyas figuras cimeras se cuentan el judío Maimónides y el musulmán Averroes, importantísimo comentarista sobre las obras y la filosofía de Aristóteles.
Todo esto no ocurrió sin oposición por parte de teólogos y otros líderes religiosos musulmanes. Mientras Alfarabi y Avicena habían buscado modos de reconciliar la fe musulmana con la filosófica clásica, Algazel se opuso a tales acomodaciones, y en su lugar propuso un misticismo con visos antiintelectuales. El propio Averroes, figura cumbre de la filosofía cordobesa, se vio obligado a modificar sus posiciones a fin de suavizar la oposición, crítica y hasta persecución por parte de las autoridades religiosas. Y cuando el régimen conservador de los almohades se impuso en el 1148 Maimónides, todavía niño, tuvo que emigrar con su familia a Marruecos y luego a Egipto.
En todo caso, lo que me interesa aquí por el momento es el impacto que aquella filosofía árabe española tuvo sobre la filosofía y teología europeas, y sobre todo sobre el futuro de la civilización occidental. En Córdoba, en Toledo y en otros centros intelectuales de España, las obras de Aristóteles, así como otros legados de la antigüedad, fueron traducidas al latín. Ya a partir del siglo noveno comenzó a haber fuertes movimientos de población, así como contactos comerciales e intelectuales, entre la España musulmana y la cristiana. Por diversas razones, hubo varias oleadas de cristianos mozárabes-es decir, residentes en territorios musulmanes-que emigraron o viajaron por territorios cristianos. Poco después, según fueron expandiéndose los nuevos reinos cristianos, hubo musulmanes que prefirieron permanecer en sus tierras natales, aunque ahora fuesen cristianas-los muladíes. De tales contactos surgieron las primeras traducciones latinas de aquellos viejos textos. Frecuentemente se hacían por intermedio de la lengua vulgar, el naciente español, que normalmente no se escribía. En tales casos, se le pedía a alguien versado en lengua árabe que tradujese el texto en cuestión, verbalmente, del árabe a la lengua vulgar, ese español que iba naciendo y que rara vez se escribía. De esa traducción oral se pasaba entonces a una versión escrita en latín. Ciertamente aquellas primeras traducciones, que habían seguido un proceso del griego al siríaco, del siríaco al árabe, del árabe al vernáculo español, y de éste al latín, dejaban mucho que desear. Pero fue a través de ellas que la Europa occidental conoció por primera vez el vasto acervo de los conocimientos de la antigüedad.
Cuando todo esto por fin penetró en la Europa cristiana, fue motivo de fuerte debate. Hubo quien de tal modo se entusiasmó ante los nuevos conocimientos que estuvo dispuesto a abandonar buena parte de la sabiduría y la teología tradicionales del cristianismo, porque a todas luces la ciencia de los árabes, y de Aristóteles a través de ellos, era superior a la de los cristianos. Frente a ellos, hubo quien reaccionó con una condenación absoluta. En el año 1270, el obispo de París, Esteban Tempier, condenó una lista de trece errores del aristotelismo, y siete años más tarde, con el apoyo del papa Juan XXI, Tempier aumentó esa lista a 219 proposiciones que era necesario rechazar. Un poco más moderada fue la oposición de San Buenaventura, quien en sus conferencias Sobre los seis días de la creación defendió la metafísica neoplatónica y agustiniana fíenle a ia aristotélica.
Entre esas posiciones de aceptación total y de rechazo absoluto, surgió la postura intermedia de Alberto el Grande y de su más famoso discípulo, Santo Tomás de Aquino. Sin rechazar el agustinianismo tradicional Alberto y Tomás produjeron una síntesis que le permitió a la cultura occidental reclamar los valores de Aristóteles, y sobre todo de su epistemología. Aunque por largo tiempo hubo fuerte oposición a esta síntesis tomista, a la postre su impacto fue enorme, y como he explicado en otro lugar es posible encontrar en esa síntesis los orígenes de la superioridad tecnológica de Occidente:
Por siglos la teología había seguido la inspiración de Agustín y el Seudo-Dionisio-y, a través de ellos, de Platón y Plotino. Este marco filosófico, que había resultado muy útil a los cristianos de los primeros siglos para oponerse a la idolatría y el materialismo que les rodeaban, tendía empero a dificultar la tarea de los teólogos cristianos que se esforzaban por coordinarlo con doctrinas tales como la encarnación y los sacramentos, en las que los elementos materiales y sensibles son de importancia capital. Si los primeros siglos del Medioevo no vieron gran interés en el estudio de la naturaleza y sus leyes, esto se debió en parte a las invasiones de los bárbaros y al caos subsiguiente, pero en parte también a la orientación esencialmente ultramundana de una teología enmarcada en principios platónicos. No ha de sorprendernos por tanto el que el siglo XIII, que vio el despertar de una filosofía rival del platonismo, una filosofía que insistía en la importancia de los sentidos como punto de partida del conocimiento, viera también un despertar en el estudio de las ciencias naturales. No fue por pura coincidencia que Alberto el Grande, aristotélico convencido, fue también uno de los mejores naturalistas de su época. …
Al hacer esto, Santo Tomás rindió grandes servicios, no sólo a la teología, sino a toda la civilización occidental. La teología ganó por cuanto pudo volver de nuevo, con más rigor que antes, al principio escriturario según el cual el Dios de Israel y de la Iglesia se revela en los hechos concretos de la historia, y sobre todo en la persona histórica de Jesucristo. La civilización occidental, al recuperar el espíritu inquisitivo de Aristóteles en lo que se refiere al mundo físico, pudo lanzarse por los caminos de la observación y la investigación que conducen al desarrollo tecnológico, lo cual llegó a ser una de las principales características de esa civilización.11
Pero volvamos a España, y veamos algo del modo en que todo esto impactó la religión y la conducta religiosa de las gentes. Lo primero que hay que decir en este contexto es que la conquista musulmana no trajo de inmediato persecución religiosa, y que por lo general hubo en España una tolerancia y respeto entre las tres grandes religiones de la Península-el islam, el judaismo y el cristianismo-que no se conocía entonces en otras regiones de Europa. Ciertamente se les impusieron límites y reglas a los cristianos y judíos. Así, por ejemplo, cada cual debía llevar vestimentas distintivas, a todos se les prohibía hablar mal del Profeta o del Korán, no se permitía tocar campanas en las iglesias, y la conversión al cristianismo era severamente castigada. Pero con todo y eso, por siglos musulmanes, judíos y cristianos convivieron en relativa paz y tolerancia.
Esa paz, tolerancia y diálogo llegaron al punto en que una religión influyó sobre la otra. En el caso del cristianismo, por ejemplo, se ha sugerido que el adopcionismo de Elipando de Toledo y Félix de Urgel, que produjo fuertes controversias teológicas entre cristianos, se debió en parte al interés de estos teólogos en responder a las críticas musulmanas contra la doctrina de la encarnación. En el siglo 13, un judío convertido al cristianismo, Samuel Marroquí, compuso un libro De la pasada venida del Mesías, publicado en árabe, en el que trataba de mostrar que Jesús era el Mesías, no solamente en base a los textos tradicionales del Antiguo Testamento, ¡sino también en base a la autoridad del Korán!12 Viniendo más cerca a lo que todavía nos impacta, buena parte de la traducción castellana de Cas todero de Reina, que todavía se utiliza en las iglesias evangélicas de España y América Latina, se basó en ios textos «romanceados» producidos por judíos españoles. Es por esto que le he dado a este ensayo el título de “¡Ojalá!”, interjección de origen árabe que quiere decir ¡quiéralo Alá!”, y cuyo uso frecuente hasta en el púlpito cristiano es índice y recordatorio de la herencia que todavía guardamos de aquella España musulmana y mozárabe.
Por otra parte, no siempre fue todo tolerancia y comprensión. Poco después de la conquista musulmana, en el siglo noveno, hubo en Córdoba un número de cristianos que al parecer temían que su convivencia con los musulmanes amenazaba la pureza de su fe. Eran tiempos difíciles para los cristianos, quienes hasta poco antes habían vivido en ambientes en que su fe no se cuestionaba. Cuando los musulmanes conquistaron la ciudad, convirtieron la antigua Iglesia de San Vicente, principal en la ciudad, en un edificio compartido entre iglesia y mezquita. Poco después, hacia fines del siglo octavo, obligaron a los cristianos a abandonar la iglesia y construir otra en las afueras de la ciudad, al otro lado del Guadalquivir, al tiempo que donde antes estuvo la Iglesia de San Vicente se comenzó la construcción de la gran mezquita de Córdoba. Tentados por ventajas sociales, políticas y económicas, muchos cristianos se convertían al islam. Ante tales circunstancias, hubo cristianos que decidieron que no les quedaba otro camino que el del martirio. Inspirados por el sacerdote Eulogio, quien cuenta su historia en un Memorial de los santos, aquellas gentes iban a algún lugar público, donde en voz alta atacaban y criticaban a Mahoma, el islam, y el Korán. Puesto que tales ofensas conllevaban la pena de muerte, de este modo aseguraban su martirio. El propio Eulogio fue decapitado en el 859, lo que le puso punto final a su Memorial y a los datos que nos da; pero no al movimiento, puesto que el año siguiente un monje de nombre Perfecto siguió la misma suerte,13 y poco después Paulo Alvaro escribió una Vida de Eulogio.14 En otra obra en la que también exaltaba a aquellos mártires voluntarios, Paulo Alvaro expresaba la frustración de aquel cristianismo que se sentía asediado por el islam: “Nuestros jóvenes se distinguen por su erudición pagana, se enorgullecen de su elocuencia en árabe, estudian con avidez los libros de los caldeos.”15
La intransigencia religiosa de Eulogio y sus seguidores tuvo su contraparte entre algunos judíos. Así, por ejemplo, por la misma época en que Eulogio predicaba el martirio, un tal Bodo, miembro de la corte de Ludovico Pío en Francia, se convirtió al judaismo y huyó a la España musulmana para escapar de la intolerancia de los cristianos francos. Allí tomó el nombre de Eleazar y trató de persuadir a las autoridades musulmanas a forzar a los cristianos a convertirse al islam o al judaismo. Lo que resulta particularmente interesante en este caso es que Bodo-Eleazar no era oriundo de España, sino del reino de los francos, donde los cristianos eran intransigentes con cualquiera otra religión o diferencia teológica, y que, una vez convertido al judaismo y refugiado en Zaragoza, trató de convencer a las autoridades musulmanas a seguir una política semejante.16
Por otra parte, también es cierto que, aun en medio de la España musulmana con toda su tolerancia, hubo movimientos de reacción, no sólo contra cristianos y judíos, sino también contra el impacto de las ciencias y las letras de la antigüedad. Así, no faltó quien reaccionara con un fanatismo religioso semejante a lo que hoy se conoce como “fundamentalismo”. Por ejemplo, durante el régimen del hijo de Al-Hakam II, tales elementos fanáticos se hicieron sentir al punto que el Califa ordenó quemar buena parte de aquella gran biblioteca que Al-Hakam había hecho compilar. Además, las repetidas oleadas de nuevos invasores procedentes del norte de Africa, todos ellos con el propósito de implantar en España un islam más ortodoxo y tradicional, produjeron períodos de intolerancia y hasta a veces de persecución contra cristianos y judíos.
Con todo y eso, y para completar nuestra historia con grandes pinceladas de varios siglos cada una, hay que decir que en términos generales España fue tierra de tolerancia religiosa, y hasta de admiración mutua entre cristianos y musulmanes. Ya que hemos dicho tanto acerca de la tolerancia musulmana, es bueno añadir, a guisa de ejemplo de su contraparte cristiana, que en el año 1274 el rey de Castilla Alfonso X el Sabio ordenó que en sus escuelas avanzadas en Sevilla se estudiase no solamente el latín, sino también el árabe, e hizo traducir buen número de documentos árabes, particularmente en los campos de la astronomía, la medicina y la química. Así, con sus altas y sus bajas, España, tanto la España musulmana como la cristiana, fue centro de tolerancia hasta que, particularmente en tiempos de Isabel y Femando, con el mito de la Reconquista que supuestamente había sido una gesta de siete siglos, y el mito paralelo que hacía de España pilar de la ortodoxia católica, España se volvió centro de intransigencia y de persecución, primero de judíos y luego de musulmanes. Unida otra vez a aquella Europa que durante toda la Edad Media había practicado la intransigencia religiosa, España quedó convertida en campeón de la fe católica, no sólo contra moros y turcos, sino también contra protestantes y otros herejes.
Y el ciclo se completa. En aquel sitio en Córdoba donde antes estuvo la Iglesia de San Vicente, y luego la gran mezquita que todavía hoy asombra al visitante, Carlos V hizo construir, dentro de la misma mezquita, la catedral cristiana de Córdoba, horrible adefesio que hasta el día de hoy hace sospechar que la famosa Reconquista no fue sino la continuación de la invasión de los incultos bárbaros del norte.
¿Por qué es importante toda esta historia? Precisamente porque nos ayuda a comprender este vigésimo primer siglo en que nos ha tocado vivir bajo la sombra del 11 de septiembre. Para simplificar lo que intento decir, hablemos en términos de dos procesos, a los que por razones de conveniencia propongo llamar “proceso A” y “proceso B”.
El proceso A, que es el que he venido contando, comenzó a gestarse antes del surgimiento y del avance del islam. En torno al Mediterráneo surgió una civilización, nacida de la confluencia de contribuciones hebreas, griegas y romanas, que dio en llamarse cristiana, y que por unos pocos siglos pudo considerarse la más avanzada entre todos sus vecinos. Allá por los siglos cuarto y quinto aquella civilización se vio fuertemente sacudida por la invasión de pueblos del norte a los que hasta entonces consideró corno bárbaros. Pero con el correr del tiempo logró asimilar a aquellos bárbaros, que a la postre se consideraron herederos y partícipes de la civilización que habían conquistado, y la vieja civilización pareció estar más seguía que nunca antes.
Pero para sorpresa de aquella civilización, surgieron entonces otros supuestos bárbaros, esta vez del este y del sur, que en unas pocas décadas conquistaron buena parte de los territorios de aquella vieja civilización, se posesionaron de sus logros intelectuales, los unieron a los logros de otras civilizaciones lejanas, y pronto crearon una civilización cuyo lustre opacó a la vieja civilización cristiana. De momento, y sin jamás atreverse a confesárselo, aquella vieja civilización quedó relegada a segundo rango.
Su reacción nos es bien conocida, aunque raras veces la reconocemos como tal. La vieja civilización cristiana se atrincheró dentro de sí misma, se negó a aceptar cuanto viniese desde fuera, y aun cuando era a todas luces inferior y más atrasada, se aferró a su supuesta superioridad por ser cristiana y tener por ello una verdad superior a toda otra verdad. Cuando sus recursos se lo permitieron, arremetió contra la civilización islámica por fuerza de las armas, en una serie de incursiones a las que pretendió justificar con la señal de la cruz y el nombre de “cruzadas”, y en las que una vez más se mostró más bárbara que sus vecinos supuestamente infieles. Otras veces, por falta de recursos militares y como resultado de la consiguiente frustración, arremetió contra la civilización rival con los medios desesperados de los martirios provocados en Córdoba, o los martirios en masa de las cruzadas de niños.
A la postre, empero, aquella vieja civilización occidental, quizá comenzando a cansarse de guerras y enfrentamientos improductivos y costosos, comenzó a explorar el nuevo camino de aceptar la ciencia y la sabiduría que venían de su rival. Dentro de su propio seno se produjeron reacciones violentas contra tal actitud. Se promulgaron anatemas contra los innovadores que se atrevían a decir que se podía aprender algo del legado del islam. Pero poco a poco la nueva postura se fue imponiendo, quizá porque las otras dos alternativas no eran realmente viables. La civilización occidental, fortalecida ahora por lo que había aprendido de su vecina musulmana, se enfrentó a la realidad con una nueva visión y cobró nuevo vigor.
En cierto modo, esto fue lo que le dio inicio al proceso “B”. Ese proceso comenzó a gestarse precisamente cuando personajes tales como Alberto el Grande y Tomás de Aquino se percataron de que tenían mucho que aprender de la civilización islámica. Mientras los árabes, con toda razón, consideraban al Occidente bárbaro y atrasado, ese mismo Occidente, con instrumentos filosóficos aprendidos de los árabes, desarrolló tecnologías y sistemas de producción y de guerra que a la postre resultaron en una expansión muy semejante a la del islam en los siglos séptimo y octavo. Quienes hasta poco antes fueron bárbaros intransigentes y oscurantistas se volvieron ahora dueños del mundo. Prácticamente todo el mundo musulmán quedó bajo la tutela política de las potencias occidentales. Y no sólo el mundo musulmán, sino prácticamente todo el resto del planeta se volvió colonia de aquellas potencias. Aunque en los siglos 19 y 20 aquel sistema colonial pareció disolverse, lo que en realidad surgió fue un sistema neocolonial, en el que la aparente independencia política iba pareada con la dependencia económica y cultural, y con la explotación neocolonial.
En tales circunstancias, no ha de extrañarnos el que viejas civilizaciones como la musulmana reaccionaran de modo semejante a como reaccionaron los cristianos occidentales ante el avance del islam en la Edad Media. Lo que antes fue apertura al diálogo y ios nuevos aprendizajes se volvió intransigencia, oscurantismo y fobia contra todo lo nuevo o lo extranjero. Es por esto que hay un extraño paralelo entre la frustración que aquellos cristianos de Córdoba que atacaban a Mahoma y al Korán con el propósito de alcanzar el martirio, y los musulmanes que hoy en Palestina se lanzan en ataques suicidas contra israei, también con el propósito de alcanzar el martirio. Y hay también una extraña semejanza entre las cruzadas de niños en la Edad Media y esas turbas, también de niños, que en la intifada de hoy atacan con piedras a un Israel que para ellos es símbolo y epítome del neocolonialismo occidental.
Tampoco ha de extrañarnos el que, en medio de tales conflictos, haya también en el Occidente elementos que piensen que el mejor modo de responder a la intransigencia y el oscurantismo es con iguales intransigencia y oscurantismo. Así como en la España musulmana hubo quien hizo quemar la biblioteca de Al-Hakan II, así también hay hoy en el Occidente quien piensa que el mejor modo de responder al 11 de septiembre es rechazar todo lo extranjero, y especialmente todo lo que tenga contacto alguno con lo árabe o con el islam. Al fundamentalismo musulmán, hay cristianos que responden con un fundamentalismo no menos cenado ni menos amargo.
Pero sobre todo, es importante que reconozcamos que, al igual que en cierto momento en el proceso “A” el atractivo de la contribución árabe fue tal que a la postre su contribución se impuso a través de la obra de personajes tales como Alberto el Grande y Santo Tomás de Aquino, así también hay que reconocer que parte de lo que está sucediendo en el mundo árabe es que ciertos elementos de la cultura occidental se van imponiendo-algunos por razón de la fuerza del neocolonialismo, y otros en virtud de su propio atractivo. Gústele o no a Osama bin Laden, cada vez hay un número mayor de mujeres árabes que no están dispuestas a someterse a las ignominias de antes. Quiéranlo o no los príncipes sauditas, los ideales democráticos se difunden entre el pueblo árabe. Quiéralo o no el Talibán, los jóvenes afganos van a escuchar música occidental y a vestirse según modas que muchos de sus mayores consideran indecentes.
Cuánto de esto sea bueno y cuánto sea malo, no es lo que pretendo discutir aquí. Lo que sí pretendo subrayar es que el diálogo y encuentro entre culturas es inevitable. Toda cultura que se niegue a abrirse a otra está en vías de desaparecer, pues la cultura es una realidad dinámica, viva, y todo organismo vivo que se desconecta de su medio ambiente está en vías de muerte.
Si, como es de esperarse, el paralelo continúa entre lo que he llamado el proceso “A” y el “B”, a la postre los elementos intransigentes, oscurantistas y reaccionarios dentro de la civilización árabe que se manifiestan en acciones como la del 11 de septiembre le cederán el paso a quienes ya hoy buscan crear una nueva sociedad en medio de esa civilización. A este siglo dominado por visiones del 11 de septiembre le seguirá un nuevo modo de relacionarnos entre cristianos y musulmanes, un 12 de septiembre, un renacimiento dentro de ambas tradiciones, en el que ambas resultarán enriquecidas. No olvidemos que el islam que tanto contribuyó con su ciencia y su cultura al surgimiento del Occidente moderno fue el mismo islam contra el cual el Occidente había lanzado ementas cruzadas. Luego, si hoy algunos lanzan contra nosotros cruzadas de terroristas, lo que nos toca es saber responder con generosidad a ese mundo frustrado por el neocolonialismo económico y por el imperialismo cultural, esperando que de estos encuentros surgirá una realidad mejor y más justa.
Quizá esto sea esperar demasiado. Pero es lo que espero, y lo que propongo al terminar este ensayo con una palabra que es señal de esperanza y herencia de un tiempo de mejor convivencia: ¡Ojalá!
1. Justo L. González, Mapas para la historia futura de la iglesia, Buenos Aires, Kairós, 2001, pp. 46-47.
2. Pirenne (1862-1935) propuso esta tesis por primera vez en un artículo publicado en cl 1922 en la Revue belge de philologie et d’histoire. Su defensa, más detallada de esta tesis no apareció sino postumamente: Mohomet el Charlemagne, Bruselas, Nouvelle Société d’Editions, 1939.
3. Williston Walker, A History of the Christian Church (edición revisada por Cyril C. Richardson, Wilhelm Panek y Robert T. Handy), Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1959, p. 145.
4. Así dice el historiador de las cruzadas Steven Runciman que: “El árabe, casi lauto como el bizantino, era un heredero de la civilización greco-latina. Su forma de vida no era muy diferente. Un bizantino se sentía mucho más a gusto en El Cairo o en Bagdad de lo que se sentiría en París o en Goslar, e incluso en Roma, Historia de las cruzadas, tomo 1, Madrid, Revista de Occidente, 1956, p. 86.
5. Véase Howard R. Turner, Science in Medieval Islam, Austin, University of Texas, Press, 1995, pp. 45-47.
6. Ibid.,pp. 135-39.
7. John Williams, Early Spanish Manuscript Illumination, Nueva York, G. Braziller, 1977, pp. 16-21.
8. Roger Collins, Early Medieval Spain: Unity in Diversity, 400-1000, Nueva York, St. Martin’s Press, 1983, p. 173.
9. Hay un resumen del debate sobre esta cuestión en Joseph F. O’Callaghan, A History of Medieval Spain, Ithaca, N.Y., Cornell Univ. Press, 1975, pp. 319-21.
10. La resume muy bien Etienne Gilson en La filosofía en la Edad Media, Madrid, Gredos, 1958, lomo 1, pp. 429-49; tomo 2, pp. 7-23. Véase también mi propia Historia del pensamiento cristiano, tomo. 2, Miami; Caribe, 1992, pp. 238-46.
11. Historia del pensamiento cristiano, tomo 2, pp. 296-97.
12 Traducción latina en Migne, Patrologia latina, vol. 149, cols. 337-68.
13. Collins, Early…, pp. 213-14.
14. O’Callahan, A History…, p. 187.
15. Tndiculus luminosus, 35.
16. Collins, Early…, pp. 203-5.