Teología e Historia, Volumen 5, Año 2007, pp. 73-98 ISSN 1667-3735
Introducción
Este trabajo intenta aproximarse a algunos conceptos y prácticas clave en la vida de los grupos protestantes anglosajones de la Argentina de las primeras décadas del siglo XX a través del fenómeno de la conversión. En su mayoría, estos nuevos adeptos no provenían de países en los que existiera una fuerte tradición protestante: algunos de ellos llevaban más de una generación en la Argentina, sin embargo, la conversión ocurría a menudo en casos de inmigración reciente, en particular entre italianos y españoles. Muchos de estos migrantes recién llegados encontraban una suerte de refugio en las comunidades protestantes, y permanecían en ellas, integrándose como pastores, predicadores laicos, maestros, repartidores de Biblias, etc., creando una tradición familiar visible en los apellidos de muchos de los actuales dirigentes protestantes.
¿Qué leyeron en el protestantismo estos inmigrantes, procedentes de las clases populares de los países más empobrecidos de Europa y sin una tradición previa de acercamiento a las iglesias reformadas? Es esta una pregunta extremadamente difícil de responder, ya que implica un análisis de la conciencia de un sujeto que se encuentra en un tránsito percibido como trascendental, que cambiará su visión del mundo. Las fuentes que describen estos sucesos hablan de “iluminación” y “nuevo nacimiento”, y por ello sólo se ocupan de remarcar la etapa anterior en la vida de estas personas como una época de oscuridad y de muerte espiritual en vida. La idealización de los conversos como “hombres nuevos sin pasado” da como resultado fuentes opacas y estereotipadas. En ellas, la personalidad y la lectura que el creyente hace del mensaje que las iglesias le acercan son minimizadas en relación a aquello que se espera que suceda, esa transformación mística que salvará su alma y convertirá su relato en una adición al repertorio de exempla, a ser usado en el discurso que las iglesias reproducen en sus diferentes órganos de difusión para sostén y alimento espiritual de la ardua labor de sus fieles.
Sin embargo, un análisis del mundo de prácticas e ideas a las que estos nuevos creyentes se incorporaron puede ayudarnos a lograr una aproximación a las dimensiones que el mensaje estrictamente religioso no explicita, pero que eran percibidas, y valoradas positivamente por aquellos que se aprestaban a sumarse a las huestes protestantes. En otras palabras, quizás podamos descubrir qué ofrecía este universo a sus integrantes, y tal vez eso nos permita comenzar a responder la pregunta respecto del particular atractivo que parece haber tenido para algunos inmigrantes recientes.
El período que intenta abordar este trabajo fue, como sabemos, uno de intensas transformaciones. El enorme crecimiento de población, debido fundamentalmente a la inmigración ultramarina (alrededor de un 30% de los habitantes habían nacido fuera de la Argentina en 1914) cambió el mapa del país, en la medida en que el peso relativo del Litoral creció junto con la tasa de urbanización. La ciudad de Buenos Aires hubo de absorber el impacto, para el cual se encontraba mal preparada. Los problemas de vivienda estaban a la orden del día, y nuevos y viejos barrios crecieron y se transformaron. Los sectores populares de esta época se caracterizaron ante todo por su enorme heterogeneidad de origen, cultura, condiciones laborales, etc. Sin embargo, algunas experiencias comunes, como la vivencia de la migración y el desarraigo, la inestabilidad del empleo, el hacinamiento y la escasa presencia estatal generaron las condiciones para el surgimiento de movimientos que tendieron a aglutinarlos alrededor de algunos ideales compartidos, como los del anarquismo.[1] Es sobre estos grupos en proceso de formarse algún tipo de identidad común sobre los que actuó también el protestantismo, aportando un componente de disidencia religiosa militante a la geografía de los nuevos barrios populares de la ciudad.
La comunidad protestante
Las iglesias protestantes de fines del siglo XIX y principios del siglo XX constituyen un mosaico muy variado, tanto en lo que se refiere a su origen como a sus tradiciones teológicas o rituales, y a sus prácticas de sociabilidad.
Generalmente se las ha clasificado en iglesias “de trasplante” (directamente relacionadas con comunidades inmigratorias que las “traen consigo”) y en iglesias “de injerto” (pequeños grupos de misioneros financiados desde el exterior que pretenden realizar conversos para arraigar su iglesia en la Argentina)[2]. Esta clasificación que, en efecto, describe patrones muy diferenciados de discurso y prácticas, pierde mucha claridad y fuerza explicativa cuando se consideran algunas de las actividades concretas de las iglesias inmigratorias, por fuerza adaptadas a las circunstancias locales, y que revelan su carácter de re-creaciones novedosas realizadas por parte de agrupaciones de personas en su intento de forjarse a sí mismas una identidad colectiva basada en un criterio étnico[3]. Se impone entonces la necesidad de desnaturalizar la identidad protestante de estos grupos y de preguntarse por los roles que estas iglesias cumplieron, los valores que fueron depositados en ellas, y su importancia en el proceso de integración de estos individuos en la sociedad receptora. Más aún, un vistazo panorámico del ámbito protestante revela inmediatamente ámbitos de cooperación interdenominacionales en los que iglesias de injerto y de trasplante (o sectores de ellas) participaron de manera conjunta, y se hace evidente que no existió en todas las iglesias inmigratorias un consenso interno que asegurase su dedicación exclusiva a un público limitado a una colectividad nacional.
Por otra parte, algunas de las iglesias, consideradas como típicos modelos “de injerto” para el período que nos ocupa, comenzaron su actividad como iglesias de colectividad, mostrando la capacidad de transformarse al ritmo de los cambios que ocurrían en la iglesia madre en el exterior, y en el ámbito local. Tal fue el caso de los metodistas, que, llegados al país en 1836, superaron en 1867 en Buenos Aires los límites lingüísticos a su actividad cuando surgió a partir de la congregación inicial, compuesta por residentes británicos y norteamericanos (desde entonces denominada Primera Iglesia), un nuevo grupo, que celebraba el culto en castellano, conocido como la Segunda Iglesia de Buenos Aires (y que más tarde simplemente se convirtió en la Iglesia Central Metodista) de donde surgieron una Tercera y una Cuarta.[4] Por estas razones hemos optado por incluir en este trabajo, centrado en las iglesias misioneras, particularmente en la Metodista, a las actividades de algunos sectores de estas iglesias “de colectividad”, como la Anglicana.
Una vez aclarados los límites de la clasificación usual, sin embargo, resulta claro que el celo evangelizador de algunas iglesias, como la Metodista o la de los Discípulos de Cristo, era notorio en esta época y se constituía en el elemento central de su actividad: estos grupos se autodefinían como misioneros, apostaban a lograr la difusión de sus ideas de manera ecuménica, sin fijarse criterios étnicos, sociales o de ningún otro tipo, y buscaban conformar comunidades locales autosuficientes, siguiendo el lema del movimiento voluntario estudiantil misionero norteamericano de 1888, “La evangelización del mundo en esta generación”.[5] Estas iglesias intentaban acercarse a los sectores populares por todos los medios posibles, empleando una práctica evangelizadora agresiva. Repartían volantes[6], vestimenta y Biblias de manera gratuita; ofrecían una sociabilidad con ámbitos abiertos, en los que era posible llegar a participar en la toma de decisiones colectiva; llevaban una oferta educativa a los barrios a los que no alcanzaba la escuela pública, incluyendo la enseñanza de oficios; ayudaban a conseguir empleos. Su labor era visible, y su propaganda constante. No se trata, por lo tanto, de explicar cómo los sectores populares se acercaron a las iglesias protestantes, puesto que fueron ellas quienes realizaron ese acercamiento, sino de comprender cuáles fueron los motivos por los que esa aproximación resultó aceptable para una parte de ellos.
En el ámbito protestante anglosajón, este tipo de iglesia llegó (o, en el caso metodista, se desarrolló a partir de la existente) a la Argentina proveniente de los Estados Unidos, como parte de la oleada de entusiasmo misionero conocida como el “Segundo Gran Despertar”[7], de mediados del siglo XIX. En Buenos Aires, este impulso hacia la transformación radical de la sociedad a través de la conversión de los individuos encontró su oportunidad de expresión en las nuevas circunstancias políticas prevalecientes luego de 1852, y fundamentalmente a partir de 1862.
El liberalismo predominante de las élites creó por entonces un ambiente de libertad religiosa insospechada unas pocas décadas antes. A esto se sumó muy pronto el impacto de la inmigración masiva de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, con el consiguiente reordenamiento cultural. Estas masas en proceso de formarse algún tipo de identidad común parecieron un campo fértil para la actuación conversionista del protestantismo. Financiado por una iglesia madre, un pequeño grupo, generalmente dos o tres pastores con sus familias, desembarcaba en Buenos Aires y alquilaba alguna casa, a la que adaptaba para el culto.[8] Desde ese comienzo modesto comenzaba la labor barrial de difusión de sus actividades y eventualmente de conversión. A medida que el número de fieles aumentaba se iban formando congregaciones estables y, en la medida de lo posible, económicamente autónomas, con sus propios pastores de formación local, que mantenían los lazos formales con la iglesia originaria (la Primera Iglesia, como la siguieron denominando gráficamente los metodistas) a través de correspondencia, auxilios mutuos, circulación de pastores, convenciones regulares, y publicaciones diversas que concurrían a organizar una vida eclesiástica en común. La autonomía de las congregaciones variaba de acuerdo con la denominación, pero el sustrato evangélico de todas ellas aseguraba una fuerte participación en la toma de decisiones por parte de la congregación, que se reforzaba en los casos en que esta sostenía a su propia iglesia y su propio pastor.
Por otra parte, la concepción protestante de la iglesia como congregatio fidelium antes que como estructura terrenal (idea que está presente desde los escritos del primer Lutero) implica una mayor flexibilidad en el discurso y las prácticas, que tienden a adaptarse a las necesidades de la comunidad real. Un ejemplo de esto puede encontrarse en el relato que A.G. Tallon hace de la recepción obtenida por el primer pastor metodista en la Argentina, John Dempster, quien llegó a Buenos Aires en 1836 para ser sometido “a un examen riguroso doctrinal y respecto a su experiencia personal religiosa, por su presunta congregación, antes de consentir esta que fuera su pastor”.[9] Agreguemos que la relación entre el pastor y sus fieles siguió siendo problemática a lo largo de la expansión metodista registrada en el período que cubre este trabajo, como puede entreverse en las referencias que los documentos hacen a protestas de congregaciones ante un cambio del pastor a cargo, o a dificultades de los nuevos pastores para lograr la cooperación de los fieles, quienes incluso llegaban a desertar la iglesia. Por este mismo motivo, una vez sólidamente establecidas, las iglesias de corte misional norteamericano solían reclutar a sus pastores entre aquellos que hablaban el castellano en lugar de seguir empleando misioneros enviados por la iglesia madre en los Estados Unidos. La carrera al pastorado estaba abierta para todos aquellos nuevos conversos que dispusieran de vocación y tiempo.
Las iglesias se convirtieron rápidamente también en centros educativos. La escuela dominical atrajo a un número importante de niños que recibían allí educación religiosa[10], y se formaron también escuelas confesionales que ofrecieron una opción frente a la escuela pública o la parroquial católica, en expansión durante estos años.[11] Un ejemplo exitoso de este tipo de iniciativa lo constituye el Instituto Ward, fundado por los metodistas en 1914. La preocupación por la formación religiosa de los niños se combinó con las preocupaciones de carácter social en las escuelas fundadas por protestantes en los barrios más pobres, en donde se proporcionaba educación básica (y a veces entrenamiento en algunos oficios) y ayuda a los hijos de las clases populares, a menudo inmigrantes. Aunque las iglesias aprobaban y sostenían este tipo de iniciativas, su éxito se debía por lo general a la dedicación de una persona particular. Ramón Blanco en el “Bajo” (en las cercanías de la Plaza San Martín, en Buenos Aires), William Morris en la Boca y luego en Palermo, son ejemplos de estos misioneros de la educación[12], cuya obra solía desmoronarse con rapidez a su muerte.
El caso de Ramón Blanco es, además, el de una conversión típica. Blanco era un inmigrante gallego, nacido en La Coruña en 1853, y llegó a Buenos Aires en 1868, para luego trabajar como aprendiz de carpintería naval hasta 1874, soldado en el Batallón 6º de Infantería (1874-1876) y policía (1876-1880). En el desempeño de esta última ocupación fue convertido al metodismo, según la tradición, por un sermón de J.F. Thomson sobre la Inquisición y su incompatibilidad con el verdadero cristianismo. Blanco se dedicó desde entonces a la educación de los sectores populares de Buenos Aires. Su obra, comenzada en 1881-1882 en el Paseo de Julio, incluía una escuela de niños, otra de niñas y una de artes y oficios. Tras un breve paso por Mendoza, en donde fundó la Sociedad Protectora de Animales, Blanco volvió a Buenos Aires, en donde se hizo cargo de la obra que Morris había dejado en La Boca al pasar del metodismo al anglicanismo.[13] Su trabajo, entonces, tendió a reproducir el fenómeno de conversión que había experimentado en carne propia.
William C. Morris, mientras tanto, no era un converso en el sentido más habitual del término, dado que el protestantismo en su versión metodista era la religión familiar. Morris nació en Sohan, Cambridge, Inglaterra, en 1863. Luego de fallecer su madre en 1867, el padre de William decidió emigrar a América con sus hijos, lo cual hizo en 1872, como parte de un contingente de familias contratadas por una empresa colonizadora del Paraguay. En 1873-1874, la familia Morris se trasladó a Rosario, en Argentina, donde permanecieron hasta 1878, cuando pudieron arrendar una chacra. William se trasladó a Buenos Aires en 1886, y allí trabajó de pintor jornalero y empleado de comercio. En 1888 fundó una primera escuelita en la Boca, y luego la Iglesia Metodista del mismo barrio. Sin embargo, en 1897, se dirigió a Inglaterra, y a su regreso fue consagrado diácono y luego pastor de la Iglesia Anglicana por el Obispo Waite H. Stirling.[14]
El por qué de su repentino cambio denominacional nunca fue resuelto, pero Morris continuó desarrollando el mismo tipo de actividad en Palermo, en donde fundó en 1897 la primera Escuela Evangélica Argentina en Uriarte y Güemes. El barrio era conocido popularmente como la “Tierra del Fuego”, por el desamparo de sus habitantes con respecto a la acción del Estado y su “lejanía” de los barrios circundantes más “civilizados”. En 1903 había siete Escuelas Evangélicas Argentinas que funcionaban en distintos barrios populares de la Capital Federal, con 2.200 alumnos.[15] Para 1911 contaban con 5.600 alumnos.[16] Y en 1932, a la muerte de Morris, existían diez escuelas diurnas, cuatro escuelas complementarias, profesionales y nocturnas, un taller de artes y oficios, un Hogar (“El Alba”) para huérfanos, un museo de historia natural, una biblioteca de más de 3.000 volúmenes, un gabinete de física, un laboratorio de química, una revista para niños (Albores), una revista para adultos (La Reforma) y dos canchas para deportes. Para entonces habían pasado por los entonces llamados Escuelas e Institutos Filantrópicos Argentinos más de 200.000 alumnos, y la matrícula ascendía a 7.300.[17]
Estas escuelas no exigían la religión protestante a sus inscriptos, pero los niños sí recibían adoctrinamiento religioso en ellas. Por otra parte, y más allá de servir como vehículo de la conversión de sus alumnos[18], estos establecimientos educativos proporcionaban empleo, un lugar de sociabilidad interdenominacional (los docentes solían ser reclutados de diversas iglesias) y una misión a aquellos que ejercían en ellos el rol de maestros.
Este fue el caso de jóvenes conversos como Ángel L. Imperatori, y de su amigo Juan Pajarón Quinteros, de quien sólo se sabe que murió el 28 de enero de 1909 siendo maestro de las Escuelas Evangélicas Argentinas. Imperatori nació en Intra, Italia, el 28 de octubre de 1880. Se desconocen las circunstancias de su emigración, pero se sabe que fue convertido por Matías Fernández Quinquela (el marido de la militante arrestada en Belgrano, Carlota Lubin), y que luego comenzó su trabajo con éste, como maestro en sus escuelas de General Urquiza y Coghlan. Más tarde pasó a enseñar en la Escuela Evangélica de Varones de Palermo (traslado que no resulta extraño, siendo Matías Quinquela un gran colaborador de W. Morris) para terminar como director de la Escuela Evangélica de Varones de Almagro. Imperatori tenía todo el entusiasmo y el evangelismo radical de un joven converso, y, según Remigio Vázquez, quien dio un sermón en su memoria, llegó a sostener que “para hacer nuestro trabajo no necesitamos ser ordenados – consagrados pastores – por nadie: nos basta nuestra fe: entendemos que el deber de predicar es obligación de todo creyente.”[19]
Además de las escuelas y de las escuelas dominicales, las iglesias protestantes realizaban otras actividades de corte social y filantrópico. Como ejemplo, puede citarse la muy variada actividad que realizaba la Misión Metodista de la Boca desde sus inicios.[20]
Las ideas: la constitución de individuos autónomos
Esta densa red de actividades no debe oscurecer el hecho central de que ellas eran concebidas ante todo como soporte de ideas, o más específicamente de verdades religiosas. El principal objetivo de las iglesias de corte misional consistía en lograr la conversión y salvación de aquellos a quienes se acercaban. En el empeño por lograr este objetivo, la Biblia ocupaba un lugar central.
Desde las primeras décadas del siglo XIX, las sociedades bíblicas protestantes reclutaron voluntarios para repartir obras religiosas y, especialmente, Biblias en castellano. La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804, envió en 1818 a Buenos Aires a James Thomson, quien celebró el primer culto protestante de que se tenga noticia en el Río de la Plata, el 19 de noviembre de 1820. Este personaje escocés, pastor bautista, recorrió Latinoamérica repartiendo Biblias, organizando escuelas según el sistema lancasteriano[21] y formando maestros.[22] Su viaje fue considerado un éxito, y la sociedad envió nuevos repartidores o colportores a proseguir con su tarea, el más notable de los cuáles fue el influyente misionero anglicano Allen F. Gardiner, quién llegó a Buenos Aires en 1838. En torno al cambio de siglo, la Sociedad estaba más activa y combativa que nunca, como lo demuestran los escritos de Lucio Abeledo, un converso anglicano de origen español, que llevó su “campaña anticlerical” entre 1882 y 1904 a Jujuy, Córdoba, Rosario, Concordia, La Plata y Buenos Aires, además de un breve paso por Bolivia. No contento con sólo repartir Biblias, Abeledo polemizó en los periódicos locales con aquellos distinguidos vecinos o sacerdotes que se atrevieron a enfrentarlo o a poner objeciones al cumplimiento de su tarea.[23]
La Sociedad Bíblica Americana, creada en 1816, comenzó a operar en la Argentina en 1864, de la mano del pastor metodista Andrés M. Milne.[24] Su tarea fue proseguida por un converso, Francisco G. Penzotti,[25] quien en su carácter de director de la Agencia Platense de la Sociedad organizó el reparto de Biblias no solo en el interior de la Argentina sino también en otros países de Sudamérica. En 1909, por ejemplo, Penzotti registró aportes llegados de Paraguay, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina, todos ellos países involucrados en la iniciativa. Pero no sólo la expansión geográfica de esta sociedad resulta notable: también lo es su carácter netamente interdenominacional. Si bien estaba dirigida por metodistas, colaboraban con ellos los Valdenses, Adventistas, Bautistas y Galeses, además de existir cierto número de colaboradores independientes. Entre 1864 y 1909, dice Penzotti, se repartieron 1.012.972 libros, de los cuales 68.321 fueron entregados en 1909.[26]
Se hace necesario explicar el por qué de esta insistencia en la importancia de la entrega de libros, entrega que no iba necesariamente unida a la conversión del receptor. Para ello, debe comprenderse que en la versión del protestantismo vigente entre estos misioneros de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (una “religión del corazón”, de fórmulas sencillas, portadora del énfasis pietista característico de los “Grandes Despertares” ocurridos en los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XIX) la conversión personal, la transformación del individuo a través del milagroso momento en que establecía un nuevo vínculo con Dios ocupaba un lugar central.[27] El camino hacia esta conversión podía (y debía) ser facilitado por los ya creyentes a través de la prédica, el ejemplo y la educación, pero la revelación era individual, y era desencadenada cuando Dios tocaba el corazón del creyente a través de algún vehículo significativo.
Piénsese en el ejemplo, dado más arriba, de Ramón Blanco, el policía supuestamente convertido al oír un sermón sobre el carácter no cristiano de la Inquisición. Más allá de si esto fue o no así (y lo mismo puede decirse de la mayoría de los relatos de conversión, muy teñidos por el “deber ser”, por aquello que el relator creía que debía haber sucedido), lo cierto es que aquellos que lo registraron consideraron a este proceso plausible y ejemplar. Relatarlo cumplía múltiples funciones: por una parte, permitía glorificar a Dios y dar realce a la efectividad de la obra realizada por los predicadores metodistas. En este sentido constituía un aliciente para aquellos que continuaban realizando la obra en condiciones a menudo descorazonadoras.[28] Por otra parte, estas historias proporcionaban un ejemplo a aquellos que se aproximaban a la literatura protestante, futuros conversos, acerca de lo que debía pasarles en el momento de la conversión, y les permitía reconocer ese instante milagroso cuando se produjera. Así, los relatos cumplían también en alguna medida el rol de reproductores de vivencias similares entre los creyentes, contribuyendo a generar experiencias comunes. Además, permitían a los lectores u oyentes, protestantes “rasos”, identificarse con aquellos cuya vida era relatada, en su viaje a través de la experiencia del pecado y la redención, y proponían entonces un modelo de vida misionera a seguir, en la seguridad de que si se entregaban a Dios sus fuerzas serían suficientes.
Desde esta óptica, la Biblia era considerada un vehículo privilegiado de conversión. Se pensaba que se debía “dejarla actuar” sobre la conciencia del lector, a la espera de que Dios tocara su corazón. En la visión protestante, desde Lutero en adelante, la lectura individual de la Biblia es una experiencia fundamental. En el contexto latinoamericano del cambio del siglo XIX al XX, su distribución era considerada como un arma contra el “yugo papista” de las conciencias.[29]
La Biblia contenía en sí misma un poder regenerador, capaz de producir ese nuevo nacimiento, ese “hombre nuevo”. Por supuesto, se esperaba que este individuo regenerado mostrara los signos exteriores de la gracia divina, es decir, que modificase su estilo de vida ajustándolo a la ética puritana favorecida por estas iglesias: que abandonase el juego, el alcohol y el cigarrillo, que se comportase con decoro y que reprodujera las pautas misioneras de sus guías espirituales. Como un ejemplo de esto, véase el relato que A.G. Tallon hace de la conversión de Francisco Vivacqua:
“Había ido de paseo a visitar a su cuñado, el bien conocido hermano don Santiago La Moglie, residente en Chivilcoy. Oyendo al Dr. Thomson, en esa ocasión, predicar sobre “El bautismo y la gracia de Dios”, la verdad entró en su alma. Esto fue en 1889. Más tarde, el 9 de marzo de 1890, habiendo recibido del hermano Luis Ferrarini la Biblia, que leyó en toda su extensión, al llegar al Nuevo Testamento, la declaración: ‘La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado’, la hizo caer de rodillas y entregarse a Dios. Esto era el 9 de marzo de 1890. En 1891 empieza a sentir un deseo vehemente de predicar lo que había recibido…”[30]
Obsérvese, de una parte, que este nuevo creyente tenía una conexión previa con el protestantismo: su cuñado, que era metodista. Fue él quien lo llevó a oír a Thomson. Está luego el rol de Ferrarini, otro converso, quien le dio la Biblia. Sin embargo, en el relato de Tallon, todos ellos son instrumentos, y es la Biblia la que juega el papel central, como soporte de la palabra directa de Dios. Vivacqua, convertido en metodista, no contento con reformar su vida, siguió bien pronto el ejemplo de sus iniciadores e hizo el paso de una nueva ética individual a una nueva ética social. Efectivamente, fue el fundador (en 1899) y primer predicador de la Iglesia de Flores, motivo por el cual su conversión ha quedado registrada.[31]
De hecho, como argumenta Amestoy,[32] la conversión no solo hacía “nacer” un nuevo individuo, sino que lo insertaba en una sociabilidad y un sistema de valores. Por ello, este cambio lo volvía actor no solo de la lucha trascendental por las almas sino también de la lucha terrena por el control del espacio religioso. A partir de ese momento, y como partícipe de la subcultura protestante, el converso convencido se sentiría en oposición a la Iglesia Católica y al “orden tradicional” con el que esta era asociada, y a favor de la instauración de un nuevo orden, cuyo modelo último era la ciudad celeste, pero cuyo representante más terrenal estaba en la sociedad norteamericana o inglesa. Esta definición anticlerical y pro liberal ganó para algunos de estos grupos protestantes la adhesión de sectores de la élite porteña, y permitió la asociación de otro modo incomprensible con masones, judíos, socialistas, italianos liberales, etc.[33]
En la visión de estos misioneros, la Iglesia Católica era una fuerza constitutivamente autoritaria y retrógrada, que ejercía un influjo nocivo sobre sus fieles, y, sobre todo, mantenía a los sectores populares deliberadamente en un estado de ignorancia, dependencia y embrutecimiento. De ahí su oposición al reparto de Biblias:
“La bondad del protestantismo no está en los protestantes, sino en la Biblia, que el protestantismo ha hecho suya y lleva en su bandera escrito ‘Biblia abierta’…Basta saber que es el libro donde se apoyaron Jesús, San Pablo, y hallaron la fuente de su inspiración, San Agustín y un Livingstone, estado a la cabecera de un Gladstone, de un Faraday, de un Leibnitz, de un Newton, de un Marconí, de un Curie o un Kelvin, etc. y respetado y amado por hombres de acción como un Roosevelt, lo cual muestra que aún la Biblia está del lado del progreso y que no estorba a los hombres de ciencia…Su popularización y conocimiento es una garantía del orden social. Es un sol higienizador a la vez que vivificador…El romanismo sabe esto, y de aquí su empeño en alejar de ella al pueblo, bajo uno u otro pretesto (sic)…’Tal sacerdote, tal pueblo’, y es axiomático, por más que se diga lo contrario. Tanto en España como en América, no existe propiamente dicho, conciencia religiosa, y sin esa conciencia, toda regeneración y progreso moral, es solo una palabra.”[34]
Privados de la Biblia, sometidos a su sacerdote local, los sectores populares se comportaban como masas irresponsables, cuyo comportamiento era no sólo lamentado sino incluso despreciado por los protestantes como irracional e idólatra.[35] La Biblia, entonces, no sólo renovaba al individuo: de hecho, lo creaba, en tanto emancipaba a la persona de la estructura mental corporativa y la volvía racional y autónoma, capaz de tomar control sobre su vida, de hacerse cargo de sus actos, y de sostener su verdad frente a la mayoría católica.[36] Frente a los sectores populares existentes, los misioneros protestantes eran verdaderamente miserabilistas, en el sentido en el que emplean el término C. Grignon y J.-C. Passeron[37]: eran vistos como bárbaros, en un estado de pobreza cultural extrema, y su calidad heterónoma los volvía indefensos e incapaces de regenerarse espontáneamente, por lo que se requería la urgente intervención de guías iluminados que pudieran salvar sus almas, sus mentes e incluso sus cuerpos, puesto que la salud también era un tópico recurrente en el discurso protestante, que acusaba:
“La Santidad romanista consiste en la infracción de la higiene. Matar el cuerpo con maceraciones, para ganar el cielo, no es un mandato evangélico. Tampoco orar a Dios para que mate, ‘los animalitos que llaman vulgarmente piojos’ como mató milagrosamente a la Santa [se trata de Santa Teresa de Jesús] y a sus compañeras, pues les incomodaban en el coro. Dios les mandaba, en ese caso, tomar una escoba o ir al río.”[38]
Sin embargo, estas masas eran redimibles. La tarea de estos hombres, por lo tanto, no era sólo la de lograr la conversión de las personas sino la de transformar radicalmente la sociedad. Por otra parte, como se ha visto, los emisores y los receptores de este discurso compartían una característica en común: en su inmensa mayoría, se trataba de inmigrantes recientes. Los protestantes no aspiraban sólo a convertir a los inmigrantes, es cierto, pero su dedicación a los sectores populares urbanos en la Argentina aluvial[39] de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX los llevó a volverlos su público preferencial. Además, el acceso relativamente fácil que los conversos recientes tenían a puestos de responsabilidad y toma de decisiones enfatizó esta tendencia, cuando inmigrantes recién convertidos volcaban su celo misionero sobre aquellos cuyo destino era similar al suyo propio.
En este sentido, y aún si los objetivos de educar, “civilizar” (en especial en el sentido del disciplinamiento de la conducta propugnado por estos grupos[40]) y nacionalizar[41] a las clases populares podía ser coincidente con las necesidades del Estado y con los deseos de sectores liberales de las élites argentinas, lo que aseguró su tolerancia o apoyo, deberíamos considerar la autonomía relativa de esta subcultura protestante, cuya suerte podría quizás ser comparada más eficazmente con la del anarquismo, por ejemplo, que con la de la Iglesia Católica.
A modo de conclusión
Hemos intentado dar cuenta de algunas de las formas complejas que adquirió la red de sociabilidad protestante, y de las múltiples posibilidades de ingreso e inserción en puestos decisivos que se ofrecían en ella a quienes se convertían en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX; y pasado revista a algunas modalidades de pensamiento con respecto a temas clave que estaban presentes en el discurso que las iglesias protestantes ofrecían a sus fieles actuales o posibles.
Volviendo a nuestro interrogante inicial (¿cuál fue el atractivo del protestantismo sobre algunos inmigrantes recientes? ¿qué leyeron en él?), resulta claro que podían resultar atractivas la recepción en un grupo abierto, en donde existían prácticas horizontales y democráticas, con la negación de aquellas barreras de nacionalidad o de clase que limitaban los espacios de participación social y política; una inserción que podía ser exitosamente empleada para modificar la situación propia y la de otros a través de la educación y de la oferta de nuevos y más calificados (y, sobre todo, más valorados socialmente) empleos; y la posibilidad de negar el pasado a través de un “nuevo nacimiento” y mirar hacia el futuro encontrando de paso una forma de incorporación al país receptor con una clara apuesta por la nacionalidad argentina. El protestantismo les ofrecía una revalorización de sí mismos en tanto que individuos capaces de decidir sobre su propio destino y de influir decisivamente sobre una sociedad en proceso de cambio, cuestionando y rechazando algunos aspectos, y resultaba en ese sentido compensatorio de la propia experiencia de impotencia frente a las fuerzas políticas y del mercado vivida por los inmigrantes.
A todo esto debe sumarse el componente misional e incluso el sentir de cruzada que predominaba en el discurso de estas iglesias, y que podían contribuir a dar sentido a la existencia de aquellos que, habiendo dejado su país de origen y sus tradiciones, se encontraban ante la difícil adaptación a una situación nueva, insegura e inestable. Estos factores pueden haberse sumado para incentivar la conversión de personas que jamás se hubiesen volcado al protestantismo en su tierra de origen. También debe tomarse en cuenta que, si bien parece haber sido muy escaso el contacto previo que muchos de estos inmigrantes hubieran podido tener con esta u otras versiones del protestantismo, sí existían componentes ideológicos en este último que podían resultar afines a ciertas corrientes de pensamiento vigentes en los países de origen de estos recién llegados. Por ejemplo, el anticlericalismo y el liberalismo pueden haber sido puntos de fácil conexión para muchos migrantes de origen italiano.[42]
Sin embargo, existe una dimensión que las fuentes, construidas a la manera de los clásicos relatos hagiográficos, siguiendo las reglas estrechas del discurso teológico-social que las iglesias sostenían, y por lo tanto, repetitivas y estereotipadas, ocultan de manera sistemática. Nos referimos a la interpretación sui generis que los nuevos creyentes debieron a menudo hacer del mensaje protestante. Sabemos que, más allá de la intención de la transmisión fiel (o incluso de la fuerte convicción de haberlo logrado) del emisor de cualquier discurso, está el espacio de interpretación que el lector/receptor de este último realiza. Como sabemos, la lectura o el consumo de discursos no es una actividad pasiva.[43] Por otra parte, y más allá de lo que el discurso de estas iglesias dijera sobre las clases populares católicas, no eran estas, al decir de Dickens, “jarritos vacíos”[44], una tabula rasa sobre la cual pudiera imprimirse la revelación protestante. Las tradiciones previas, las formas de la religiosidad popular, el origen nacional y la ubicación social previa a la conversión deben haber jugado un papel decisivo a la hora de leer el mensaje acercado por los misioneros.
En este sentido, no puede descartarse la existencia de fenómenos de “caza furtiva” de significados, en el sentido dado a esta expresión por Michel de Certeau.[45] Pero, dada su naturaleza, estos procesos son extremadamente difíciles de documentar. Quizás una pista de ello se encuentre en los casos en los que existieron fenómenos de disidencia religiosa previos que estas iglesias misioneras procedieron a encuadrar, como el ya mencionado de Natalio Pagura (véase nota 36). A esto se habría sumado la adaptabilidad intrínseca[46] del discurso protestante, que le permitió acercarse de manera efectiva a las necesidades de sus fieles y tener, como les gusta hoy decir a los anglicanos, “un lugar para todos”.[47]
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- WARNING (ed.) Estética de la recepción, Madrid, La Balsa de la Medusa, 1989
Otras Fuentes no incluidas en Bibliografía
- Abeledo, Lucio Campaña Anticlerical, La Plata, La Nueva, 1909
- Actas Oficiales de la Conferencia Anual de Sud-América, Buenos Aires, Imprenta Metodista, 1901-1910
- Dickens, Charles Tiempos Difíciles, varias ediciones
- “La Iglesia Anglicana: su historia, doctrina y misión”, folleto editado por el 33º Sínodo Diocesano de la Diócesis Anglicana de Argentina, Buenos Aires, 1998
- “La Iglesia que nació a la sombra de los árboles. Boletín editado por la Iglesia de Flores en su 50 aniversario”, Buenos Aires, Imprenta Metodista, 1949
- La Patria degli Italiani, periódico, 1904
- La Reforma, Revista argentina de religión, educación, historia y Ciencias Sociales años 1901-1910
- Thomson, John F. Letters on the moral and religious state of South America Londres, 1827
* Universidad de Buenos Aires/CONICET
[1] Existe una abundante bibliografía sobre la vida de los sectores populares porteños en este período, y lo mismo puede decirse sobre la inmigración masiva de fines del siglo XIX. Por dar sólo algunos nombres, citemos a Diego Armus (comp.) Mundo urbano y cultura popular, Buenos Aires, Sudamericana, 1990; Hilda Sábato y Luis Alberto Romero, Los trabajadores de Buenos Aires. La experiencia del mercado: 1850-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1992; Ricardo Falcón, El mundo del trabajo urbano (1890-1914), Buenos Aires, CEAL, 1986; Fernando Devoto, Historia de la inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003; Gladys S. Onega, La inmigración en la literatura argentina (1880-1910), Buenos Aires, CEAL, 1982; Juan Suriano y Leandro Gutiérrez “Vivienda, política y condiciones de vida de los sectores populares. Buenos Aires, 1880-1930” en La vivienda en Buenos Aires, Buenos Aires, Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, 1985.
[2] Véase por ejemplo Villalpando, W.L. (ed.); Lalive D’Epinay, Ch.; Epps, D.C. Las Iglesias del Trasplante. Protestantismo de inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Centro de Estudios Cristianos, 1970.
[3] Veáse Paula Seiguer “¿Una iglesia de trasplante? Las tensiones internas de la Iglesia Anglicana en la Argentina”, Actas de las IX Jornadas Interescuelas/departamentos de Historia, Córdoba, 24 al 26 de septiembre de 2003.
[4] Véase A.G. Tallon Historia del metodismo en el Río de la Plata, 1836-1936, Buenos Aires, Imprenta Metodista, 1936, Miguel A. Alba “Difusión del protestantismo en la Ciudad de Buenos Aires (1870-1910). El Caso Metodista, I” en Religión y Sociedad en Sudamérica, año 1 no.1, 1992.
[5] Cfr. H.J. Prien, La historia del cristianismo en América Latina, Salamanca, Sígueme, 1985, p. 762.
[6] Como un ejemplo conjunto de la agresividad protestante y de este tipo de actividad, puede citarse la historia de Carlota Lubin, esposa del dirigente protestante Matías Fernández Quinquela, arrestada en 1904 a instancias del cura párroco de Belgrano por repartir volantes evangélicos a la salida de misa. Véase el relato de La Reforma, Revista argentina de religión, educación, historia y Ciencias Sociales año 4, no. 5, mayo de 1904, p. 1799.
[7] Desde fines del siglo XVIII se registraron en los Estados Unidos varios revivals evangélicos que se extendieron por todo el país con rapidez inusual. En las últimas décadas del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX hubo una primera ola conocida como el Primer Gran Despertar, o Avivamiento (la palabra inglesa es awakening). Alrededor de 1850 se registró un Segundo Gran Despertar, al que nos referimos aquí. Hubo también un Tercer Gran Despertar a fines del siglo XIX. Si bien cada uno de ellos tuvo características teológicas específicas (por ejemplo, el Segundo Gran Despertar es notorio por su énfasis en la reforma social), todos compartieron un sustrato evangélico de base y el impulso misionero. Véase H.J. Prien, La historia del cristianismo…, op.cit. para detalles respecto del impacto de los despertares en el desarrollo religioso de América Latina.
[8] Véase, como un ejemplo muy gráfico, el relato de los inicios de la actividad de los Discípulos de Cristo en Montgomery, J. Dexter, Disciples of Christ in Argentina, 1906-1956. A History of the First Fifty Years of Mission Work, St Louis (Missouri), The Bethany Press, 1956.
[9] A.G. Tallon, Historia del metodismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, op.cit., p.48.
[10] Como ejemplo de esto, mencionaremos dos casos: Luciano Viti, pastor metodista, cuenta en su autobiografía cómo fue atraído hacia las actividades de la escuela dominical durante su infancia en Rosario. A pesar de ser católicos, sus padres no se opusieron, sino que consideraron que allí estaría mejor que vagando por la calle. Véase Viti, Luciano, Autobiografía, Rosario, manuscrito inédito, 1949. Por otra parte, A.G. Tallon informa que en 1936 la Escuela Dominical de la Boca, metodista, iniciada en 1867, contaba con 400 alumnos, y anunciaba con orgullo que “ochenta por ciento de los alumnos son de hogares no evangélicos, lo que hace que esta obra sea realmente misionera”, Historia del metodismo…, op.cit., p.63.
[11] Al respecto, véase Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia Argentina. Desde la Conquista hasta fines del siglo XX, Buenos Aires, Grijalbo, 2000. De especial relevancia para el tema de este trabajo resultan Néstor T. Auza, “La Iglesia argentina y la evangelización de la inmigración” y Daniel J. Santamaría, “Estado, Iglesia e Inmigración en la Argentina moderna”, ambos en Estudios Migratorios Latinoamericanos, no. 14, abril de 1990.
[12] Para Ramón Blanco y su obra, véase Alba, Miguel, A., “Difusión del Protestantismo…” op.cit., y Daniel P. Monti Ubicación del Metodismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, La Aurora, 1976; para William Morris véase A. Washington de la Peña Un héroe del porvenir: William C. Morris, Buenos Aires, Asociación Tutelar de Sordomudas y Cooperativa del Instituto Nacional de Niñas, 1940, y Paula Seiguer “La Iglesia Anglicana en la Argentina: religión e identidad nacional” en Anuario IEHS, no. 17, 2002, pp. 201-216.
[13] Datos biográficos extraídos de las Actas Oficiales de la Novena Reunión de la Conferencia Anual de Sud-América, Buenos Aires, Imprenta Metodista, 1901.
[14] Datos extraídos de A. Washington de la Peña Un héroe del porvenir: William C. Morris, op.cit.
[15] Según La Reforma, op.cit., año III, no. 11, noviembre de 1903, p. 1509.
[16] Datos tomados de La Reforma, op.cit., año XI, no. 3, marzo de 1911.
[17] Véase Un héroe del porvenir: William C. Morris, op.cit., p. 45.
[18] Según el periódico La Patria degli Italiani, la mayoría de los asistentes a las escuelas de Morris eran hijos de inmigrantes italianos. Véase el artículo reproducido en La Reforma, op.cit., año IV, no. 9, septiembre de 1904, p. 2027.
[19] Véase el suplemento especial in memoriam que acompañó la edición de La Reforma, op.cit., No.2 año X, Febrero de 1910.
[20] Para la década de 1930 ofrecía un completo programa recreativo y deportivo abierto a toda la comunidad; además de una Liga de Jóvenes para los conversos, que incluía en sus actividades un Cuadro Filodramático, un Salón de Juegos abierto tres noches por semana y juegos de básquet y de volley; una Liga de Menores, para niñas, donde se hacían manualidades, música y cursos bíblicos; una Sociedad de Señoras y Señoritas. La Primera Iglesia Metodista de Buenos Aires, mientras tanto, hacía visitas al Hospital Muñiz, y aportes (más o menos interesados, teniendo en cuenta que esta era una congregación mayormente compuesta por angloparlantes) al Hospital Británico y a la Sociedad de Beneficencia Anglo-Americana, además del Orfanatorio de Mercedes, provincia de Buenos Aires. Datos tomados de A.G. Tallon, Historia del Metodismo…, op.cit., pp. 51 y 64.
[21] El sistema lancasteriano, llamado así por su gran promotor, el pastor cuáquero Joseph Lancaster, consistía en la enseñanza de la lectura en base a fragmentos escogidos de la Biblia y a la instrucción que aquellos alumnos más avanzados transmitían a los principiantes. Véase Mariano Naradowski, “La expansión lancasteriana en Iberoamérica: el caso de Buenos Aires”, en Anuario del IEHS, no. 9, 1994.
[22] Véase el relato del propio Thomson en el libro que publicó a su vuelta a Inglaterra compilando las cartas escritas durante su largo viaje: Letters on the moral and religious state of South America Londres, 1827. En Buenos Aires fue muy bien recibido por el gobierno: el Cabildo de la ciudad decidió implantar el sistema en todas las escuelas y le encomendó su organización. Más tarde, ante la imposibilidad de otorgarle un sueldo, se lo nombró ciudadano ilustre. Al irse Thomson, en 1821, existían por lo menos dos escuelas funcionando, una de ellas con cien alumnos.
[23] El propio Abeledo reunió una selección de aquellas polémicas con relatos de sus viajes en el volumen Campaña Anticlerical, La Plata, La Nueva, 1909.
[24] Véase A.G. Tallon, Historia del Metodismo…, op.cit., p. 53. Para una biografía del Rev. Milne, Inés Milne, Desde el Cabo de Hornos hasta La Quiaca con la Biblia, Buenos Aires, La Aurora, 1944.
[25] Para una biografía de Penzotti, Claudio Celada Un apóstol contemporáneo. La vida de F.G. Penzotti, Buenos Aires, La Aurora, s/f.
[26] Véase el informe de Penzotti publicado en La Reforma, op.cit., febrero de 1910, pp. 6890-6892.
[27] Véase al respecto el muy interesante artículo de Norman R. Amestoy “’Una nueva vida.’ La Experiencia de la Conversión en el Protestantismo del Río de la Plata (Siglo XIX)”, en Religión y Sociedad en Sudamérica, año 1, no. 1, 1992, pp. 55-76 y, del mismo autor, “Los orígenes del metodismo en el Río de la Plata”, s/f, disponible a través de Internet.
[28] Los protestantes se comportaban como militantes no sólo en cuanto a la elección de terminología militar para expresar su actividad sino también en su uso de lo que sólo cabe denominar como propaganda: su literatura abunda en datos alentadores acerca del número de conversos y las nuevas congregaciones establecidas, o acerca de los “triunfos” obtenidos frente a la Iglesia Católica, pero casi no refleja el cierre de iglesias (excepto para volver más glorioso el relato de cómo fueron reabiertas otra vez), o la pérdida de fieles que a menudo solo participaban por un corto período de tiempo. Si se cree a estas fuentes, la Argentina se encontraba a principios de siglo al borde de una “revolución” protestante. Es claro, sin embargo, que esto no fue así jamás.
[29] Amestoy, en “’Una nueva vida’…”op.cit., recalca con razón el lenguaje “de combate”, y las metáforas militares empleadas por los misioneros. Esto adquiere sentido si observamos que ellos creían estar efectivamente participando en la batalla que Dios y el demonio libraban por las almas humanas. En esta lucha, los males del catolicismo y del ateísmo eran las armas del diablo, a las que los fieles enfrentaban Biblia en mano.
[30] A.G. Tallon, Historia del metodismo…, op.cit., pp.59-60.
[31] Sobre Vivacqua y la Iglesia Metodista de Flores puede verse también “La Iglesia que nació a la sombra de los árboles. Boletín editado por la Iglesia de Flores en su 50 aniversario”, Buenos Aires, Imprenta Metodista, 1949.
[32] “Una nueva vida…” y “Los orígenes del metodismo…” op.cit.
[33] Véase Paula Seiguer, “La Iglesia Anglicana…” op.cit.
[34] L. Abeledo, Campaña Anticlerical, op.cit., pp.361-363.
[35] Véanse los comentarios de L. Abeledo sobre la religiosidad popular de la población de Tilcara: “…vine en conocimiento que se trataba de la venida al pueblo de la virgen de Zepo Cabano, a la cual los indios habían traído de tras de la sierra al pueblo, para decirle una misa por lo cual el cura les cobraba 12 bolivianos. Era muy triste contemplar aquel embrutecimiento. La vi, y contemplé a dicha virgen o fetiche metida en un miserable nicho, bajo las bóvedas de aquella iglesia de adove (sic), y no era otra cosa que una piedra en bruto, tallada en la extremidad superior para darle forma de pescuezo…pero ya ganará, con el tiempo, si la fe supersticiosa que representa ese bloque informe no decae, para cubrir su desnudez, como ha ganado la muñeca de Luján, un día de arcilla, y hoy cubierta de joyas y oro, gracias a los artificios con que el clero, sabe embobar y hasta idiotizar, a almas cándidas, que gustan de distraer tan mal su dinero…” op.cit., pp.332-333.
[36] Esta era la forma en que era leído el curioso caso de Natalio Pagura, de quien A.G. Tallon, op.cit., p. 13, dice “Era sacristán cuando la lectura de la biblia (sic), que había adquirido, lo llevó a Cristo, y por mucho tiempo se creyó el único verdadero cristiano en el mundo.” Otras referencias hablan de un milagro ocurrido en un incendio, y de una discusión con el párroco local, que culminó en la quema que este realizó de la Biblia de Pagura. Véase Daniel P. Monti Don Natalio Pagura, Buenos Aires, s/f.
[37] Claude Grignon y Jean-Claude Passeron, Lo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en sociología y literatura, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991. Sin embargo, debe observarse que estos autores han elegido estudiar la percepción de la alteridad (del Otro doméstico, de aquel a quien vemos todos los días) exclusivamente desde una perspectiva de clase, sin plantearse las limitaciones de tal proceder. No creemos que la percepción de los protestantes respecto de los católicos pueda ser muy significativamente explicada en esos términos, antes bien, se trata de una alteridad construida en base a modelos diferentes de pensar lo trascendente y la organización social, con instituciones que cortan las clases de manera transversal. Es necesario recordar que las clases son construcciones del historiador y del sociólogo, categorías que se aplican a la realidad ex post, y que el análisis desde esta perspectiva es sólo uno de los tantos metodológicamente posibles.
[38] L. Abeledo, Campaña Anticlerical, op.cit., pp.365-366.
[39] Véase José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, F.C.E., 1956 y Breve historia de la Argentina, Buenos Aires, Huemul, 1978.
[40] Pensamos en el análisis que E.P. Thompson hace del rol del metodismo en ese sentido para las primeras décadas del siglo XIX en Inglaterra en el capítulo 11 (“The Transforming Power of the Cross”) de The Making of the English Working Class, Londres, Penguin, 1991 (1963). Creemos, sin embargo, que el análisis de Thompson debe ser reexaminado a la luz de un hecho que el autor plantea al buscar los motivos del éxito del metodismo entre las clases populares, para luego dejar pasar con excesiva facilidad, y que resulta central en el argumento del presente trabajo: “…los Metodistas – o muchos de ellos – eran los pobres.” (“…the Methodists – or many of them – were the poor”, op.cit., p. 386) Al poner el énfasis sólo en el especto disciplinador del metodismo, Thompson desconoce su legitimidad como organización propia (o apropiada por) las clases populares, y sólo puede verlo como una trampa tendida por otros que impide o retrasa la conformación de una conciencia obrera (legítima).
[41] Por razones de espacio, no se desarrolla aquí la forma en que se trató entre estos grupos protestantes el candente problema de la incorporación a la nacionalidad argentina. Baste entonces, por ahora, con anotar que, en su mayoría, las iglesias misioneras fueron defensoras de la nacionalización de los extranjeros y se forjaron rápidamente una identidad argentina, motivo por el cual se las considera habitualmente como iglesias “de injerto”. Un problema más complejo, por supuesto, es el que presentan las iglesias de colectividad. Sobre el debate respecto a la nacionalización de los extranjeros véase Lilia Ana Bertoni Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001. Para el problema de la creación de masas identificadas con el Estado-nación en el siglo XIX europeo, George Mosse, The Nationalization of the Masses, Nueva York, Howard Fertig, 1975.
[42] Así interpretaba Remigio Vázquez la aversión a la Iglesia Católica que demostraba Imperatori: “acentuó, entonces, sus tendencias anticlericales en términos tan vehementes y expresivos que toda la tradición liberal de su país – Italia – se reflejaba en él.” Véase el suplemento especial in memoriam que acompañó la edición de La Reforma, op.cit., No.2 año X, Febrero de 1910.
[43] La construcción de sentidos es una actividad inherente al acto de leer, como explica Umberto Eco en Lector in fabula, Barcelona, Labor, 1987. Las diversas maneras en que el lector llena esos “espacios de indeterminación” del texto, construyendo así significados a la medida de sus expectativas han sido estudiadas en el marco de la escuela alemana de la estética de la recepción. Véase Warning (ed.) Estética de la recepción, Madrid, La Balsa de la Medusa, 1989. Desde la historia, Carlo Ginzburg tomó en El queso y los gusanos (Barcelona, Muchnik, 1991) un ejemplo de lectura “desviada” de textos religiosos canónicos e intentó explicarla en base a la cultura y las lecturas previas del lector, que conformaban en marco en el cual el molinero Menocchio construyó los significados que lo llevaron a la hoguera.
[44] Nos referimos a la imagen que Charles Dickens emplea en Tiempos Difíciles para describir como el dueño de una escuela para hijos de la clase obrera imagina las mentes de sus alumnos.
[45] Michel De Certeau “Leer: una cacería furtiva”, en El oficio de la historia. La Invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer, 2000. De Certeau se refiere a la creatividad de la lectura, que inventa sentidos no puestos por el autor, pero también a su inconsistencia, por cuanto un mismo texto no es el mismo ni aun para el mismo lector, renovándose con la experiencia de cada lectura.
[46] La insistencia en la lectura de la Biblia y en la conexión directa del individuo con la divinidad, sin la mediación de la figura del sacerdote, custodio de la única lectura correcta de las Escrituras, tienden a producir en el protestantismo una adaptación continua de la doctrina a la congregación de fieles. Como dice Christopher Hill (“El protestantismo y el espíritu del capitalismo”, en D. Landes (ed.), Estudios sobre el nacimiento y el desarrollo del capitalismo, Madrid, Ayuso, 1972), la doctrina de la justificación por la fe impulsaba al individuo a escrutar su conciencia buscando iluminación sobre lo que a Dios le parecía justo e injusto, y “las manifestaciones de Dios estaban más sujetas a controversia y discusión que las de la Iglesia” (p. 62). A partir de este escrutinio la conciencia era en buena medida liberada de las reglas externamente impuestas, ya que incluso en las iglesias protestantes, la práctica de que el sacerdote fuese elegido por los líderes de la comunidad de fieles implicaba que su prédica debía adecuarse a lo que ellos considerasen justo.
[47] “La Iglesia Anglicana: su historia, doctrina y misión”, folleto editado por el 33º Sínodo Diocesano de la Diócesis Anglicana de Argentina, Buenos Aires, 1998, p.5.