Teología e Historia, Volumen 6, Año 2010, pp. __-__ ISSN 1667-3735
Introducción
El Instituto Oxford de Estudios Wesleyanos del año 2007 tuvo por título: “Para servir a la presente época”, tomando una línea de un himno de Carlos Wesley. La gama de trabajos presentados dio una variedad de alternativas de respuesta a esta propuesta, lo que demostró que no había un consenso claro acerca del diagnóstico de lo que son las características de nuestro tiempo, ni cómo puede servirse a los seres humanos ahora, en nuestro mundo. Mi intento acá es volver sobre un aspecto de esa pregunta, sin pretender resolver ese “conflicto de las interpretaciones”, y presentar algunas reflexiones desde América Latina sobre la “teología pública” y sus antecedentes en el legado de Juan Wesley, desde la necesidad de dar algunas respuestas al tiempo que nos toca vivir, distinto, en lugar y desarrollo, del que vivieron los hermanos que dieron origen al movimiento metodista y otros.
Las contribuciones de Juan Wesley han sido muy variadas y en muchas áreas. Es sabido su amor por las Escrituras, su profunda valoración de la piedad personal, su búsqueda de sostener y profundizar las relaciones comunitarias en la Iglesia, su disciplina de estudio, que incluye desde los poetas latinos y griegos, que cita abundantemente, así como de las tradiciones y los padres, y su profunda pasión por la evangelización. Sobre estos aspectos de su vida y obra muchos han estudiado y lo han hecho con mejor conocimiento que yo. Pero en esta presentación, y sin desconocer la importancia y complementariedad de los temas anteriormente citados, voy a visitar un aspecto que me parece de gran necesidad y actualidad para el testimonio del Evangelio en el día de hoy en nuestro continente, y que es la cuestión de “lo público”. Para ello, por un lado, quiero remontarme a las preguntas más básicas y volver a recorrer el camino de las justificaciones de por qué puede lo público, específicamente lo político, puede ser un lugar válido de testimonio para la fe cristiana, y para la teología que busca darle razonabilidad. Por el otro añadiré algunas reflexiones sobre este tema a partir de algunos textos de Juan Wesley.
El sentido de una teología de la cosa pública
¿Corresponde a la teología decir una palabra sobre la realidad social, dejarse interrogar o hasta cuestionar, en el sentido más extremo de la palabra, por la política? ¿Deben las verdades eternas que constituyen el corazón de su saber como teología, como Palabra convocada desde lo divino, someterse a los requerimientos de las cuestiones temporales, prosaicas, de los vaivenes de la política? Muchos, a través de la historia han dicho que no, y en esa actitud han separado –al menos en sus mentes, si no en la realidad—lo teológico de lo social y lo político. Piensan que no es bueno que la teología, como expresión de la fe, se deje enredar en estas cuestiones mundanas, que pierda su distancia con lo temporal. Esa respuesta hoy subsiste en muchos cristianos, que lo dicen explícitamente o lo muestran en sus actitudes, estudiando los dogmas, orando y cumpliendo los ritos religiosos, incluso predicando lo que a su entender es “el evangelio”, pero no aventurándose más allá de ello.
Otros, una segunda postura, aceptarán que la teología deba ocuparse sobre el mundo en que vivimos, pero en caso de hacerlo, debe asumir una posición lo más objetiva posible, evitar los compromisos sectoriales o los apoyos partidarios. Algunos van más lejos todavía. Afirman que la teología puede elevar su voz profética, debe amonestar y advertir, incluso señalar caminos de mayor bienestar y reconciliación social, de pacificación, pero sin embanderarse políticamente. Nos dirán: debe enunciar los postulados éticos y levantar los reclamos de verdad y justicia, pero sin bajar a la arena de las luchas por el poder, sin contaminarse con los espurios juegos de los intereses en pugna. En una palabra, hay cierto lugar para dejarse cuestionar por la realidad social y sus consecuencias para la vida humana, y para responder, incluso con el propio compromiso, a esa realidad. De esa manera hay un lugar para una teología de lo social, pero otra cosa es la política.
Así, para quienes aceptan esta posición más amplia, es concebible preguntar a la teología sobre y desde la realidad social. Quienes se plantean estas alternativas, y se hacen cargo de los dolores y heridas que abre la inequidad, la pobreza, el sufrimiento de los débiles, y responden afirmativamente con su pensamiento y con su servicio, lo que hemos denominado una segunda postura, buscarán actuar a través de los cuerpos eclesiales, desde declaraciones y reclamos, y también, en algunas oportunidades, a partir de organizaciones de la sociedad civil, organizaciones de ayuda, las conocidas “ONG”, donde puedan cumplir con su vocación evangélica de servir a los necesitados, sin que ello implique meterse directamente con las estructuras de poder, jugar en los juegos impuros de la sociedad (suciedad) política.
Pero la pregunta subsiste de una nueva forma: ¿Se puede hacer algo concreto para remediar las injusticias que condenamos, para que la palabra profética sea una palabra eficaz en la vida social, sin contaminarse con la áspera y muchas veces ambigua realidad del mundo político? ¿Si no se actúa en los lugares donde se deciden las políticas sociales, si no se interviene allí donde se establece el poder, donde se distribuye, donde se instalan las relaciones de dominio, hegemonía, explotación? ¿se puede modificar algo de forma duradera, ir más allá del alivio pasajero, sin afectar el motor económico y de poder donde esas políticas se generan? O, para decirlo en una forma distinta, es posible escindir lo “público social” de lo “público político”? Allí nace el problema: ¿es posible participar en la vida social, incluso como testigos de Cristo, desde un lugar neutral, inmune a los riesgos del equívoco, a los compromisos concretos con las fuerzas que efectivamente entran en la arena política, de hacer beneficencia “a la distancia”? ¿Es posible una tercera respuesta, que acepte lo político y la política en su concreta cotidianidad como un terreno de elaboración teológica?
Creo que esa es la más dura interpelación de la que debemos dar cuenta. La realidad política cuestiona a la teología en su deseo de distancia, de neutralidad, en su pretensión de poder decir o hacer algo desde un altar de pureza que la ponga más allá de los avatares y compromisos mundanos. De hecho, a sabiendas o no, las iglesias cristianas (y sus disquisiciones teológicas) siempre han jugado en ese mundo, y las más de las veces, especialmente a partir del siglo III, en refuerzo de los poderes existentes y dominantes. Su propio reclamo de neutralidad ha sido un factor componedor del poder político, al cual de esa manera legitiman como poder de dominio: Nosotros gobernamos lo espiritual, los reyes (o quienes los reemplacen) gobiernan lo temporal. Las hermenéuticas bíblicas y los dogmas conciliares se han interpretado en ese sentido. Así, sin decirlo, al dejar el terreno abierto, o a la sumo con un reclamo ético sin posibilidad de implementación práctica, la necesaria autonomía de lo político ha redundado en beneficio de los poderosos de turno, legitimados como brazos de fuerza, como depositarios del poder de violencia, e incluso, muchas veces, reclamados como guardianes también de la pureza doctrinal, sea desde la derecha evangélica norteamericana o por los integristas del catolicismo romano. El mismo Lutero no se vio libre de esta tentación, y en alguna medida lo mismo puede decirse de Wesley, aunque éste fue un poco más prevenido.
Pero también, aunque resulte menos simpático, ha de reconocerse que muchas veces quienes adoptan una segunda postura, la que acepta el compromiso social y se compromete en acciones de servicio y mejoramiento de las condiciones de vida de los más desposeídos, de alguna manera refuerzan los sistemas de dominio aún en contra de su voluntad. Porque haciéndose cargo de los excluidos y sufrientes, disimulando el componente perverso de un sistema que genera la injusticia y la exclusión, o denunciándolo formalmente, pero privándose de las herramientas que podrían alterarlo, que son las herramientas políticas, finalmente lo dejan vigente. Así quedan inalterados el núcleo económico del poder, su proyección al aparato político, sus imposiciones desde los espacios de hegemonía cultural y dominio.
Para poner un ejemplo actual: la asimetría existente en los medios de difusión masiva, que hoy son, como ha quedado demostrado, factores de poder económico y político, no puede ser resuelta con actos de buena voluntad, con las acciones sociales de las ONG, aún aquellas que actúan en el campo de las comunicaciones, si no se da esa lucha también y fundamentalmente en el campo político, si no se transforma en acciones que puedan, desde el aparato del Estado, establecer nuevas leyes de juego, limitar el poder de las empresas de difusión hegemónica, redistribuir, junto con el poder económico, el poder cultural. Intervenir en el debate, pero no solo en el debate, sino también en la política de difusión de ideas, embanderarse a favor de una regulación más equitativa de los medios de comunicación y tomar acción directa en todas las formas que la democracia lo permite –y a veces incluso pasarse un poquito sin lastimar a los más vulnerables– es hoy un punto clave de inserción política. Y si no, aún desde un punto de vista egoístamente eclesial, basta mirar qué curas y pastores, cuáles son las posturas religiosas que hoy tienen acceso a los medios de difusión, y cuales están prácticamente excluidos.
Lo público y el pueblo
Es que lo público no es solamente lo estatal, sino aquello que de alguna manera permite la existencia y subsistencia de un pueblo en tanto tal. Así tenemos, especialmente en la era del neoliberalismo, los “servicios públicos” regidos desde lo privado. La frontera entre lo público y lo privado, tan marcada en los escritores clásicos y aún en nuestros códigos de derecho, se ha desdibujado en la posmodernidad. Esto es visible en lo que ya en otras oportunidades se ha remarcado: los bienes y servicios públicos se han privatizado, mientras las vidas privadas se vuelven públicas como espectáculo. Esto está señalando la necesidad de reexaminar lo que llamamos público desde su raíz etimológica: lo que hace a un pueblo, lo que constituye un “populus”.
De esa manera la realidad política interpela a la teología en un núcleo que ha sido, aunque muchas veces olvidado, decisivo para el quehacer teológico: el concepto (o los conceptos, para mejor decir) de “pueblo”. Tema que es central también desde el momento en que nos planteamos en el continente latinoamericano una serie de juegos políticos que contienen ese mismo núcleo: el tema de la demanda democrática, por un lado (el kratos del demos), y las expresiones que algunos despectivamente y otros positivamente llaman “populismo”.
Así, en su dimensión de testimonio social, la fe cristiana, los creyentes e iglesias, se confrontan con la demanda ¿con quién estás?, sino más fuertemente aún, ¿qué podés, querés, o estás dispuesto a hacer? Y aquí se hace ineludible el tener que definir más exactamente cual es la concepción y el límite de lo público, y el lugar de la religión, que en la modernidad quedó relegada a la esfera de lo privado. La teología no solo debe definir su opción por los y las pobres, desvalidos, excluidos o las víctimas de la explotación y el prejuicio, del abuso y la violencia de los poderosos. También debe explorar su capacidad de pensar desde lo público, diría yo, adelantándome, desde lo popular, y en ese sentido jugar su capacidad de actuar sobre el sistema (pongámosle el nombre que hoy tiene: capitalismo financiero tardío, capitalismo comunicacional, capitalismo de consumo, en fin, capitalismo de libre mercado) y sus configuraciones políticas. O, para ser más precisos, la teología como elaboración teórica y constructora de subjetividad, como motora de emociones y afectos, debe proveer a los creyentes el sustento y la fuerza para una militancia que no tema mezclarse con el barro de las decisiones ambiguas y los compromisos temporales que encierra la política. Porque también en ello se juega nuestra posibilidad de realmente dar respuesta efectiva a los dilemas de la vida social, al reclamo del Reinado de Dios y su justicia, aunque sea como adelantos provisorios, como señales anticipatorias de la plenitud de vida a la que nos mueve la fe.
Dicho esto, que debemos todavía profundizar, aunque en este breve espacio no podamos, es preciso ver qué más puede y debe responder la teología. La respuesta teológica no solo debe afirmar el valor de una militancia política que haga activa y eficaz la Palabra profética, de justicia, de equidad. También debe poder, para serlo realmente, considerar la verdadera dimensión de lo político como lo público, lo que constituye (o destituye) un pueblo. Y aquí es donde volvemos a la primera dimensión, la de la cuestión de la palabra de la eternidad frente a lo temporal. Es que la teología también tiene el deber de recordarle siempre a la política, y especialmente a los políticos, a los militantes que asumimos ese desafío, que todos sus logros y posturas, aún los mejores, son provisorios, que no pueden aspirar a eternizarse, que no pueden constituirse en sistema único, que no son dueños de verdades intemporales.
Lo público en la teología de Wesley
Juan Wesley no fue ajeno a estas tensiones, y no quedó, como veremos, libre de las ambigüedades que se dan cuando uno pisa las arenas movedizas de la política[1]. Hay, por cierto, algunos escritos de Wesley que se refieren a la cosa pública. Sin ser yo un erudito en estas cosas, y seguro de que se me escapan muchos detalles y citas posibles por no haber indagado en profundidad en todos sus escritos, uno encuentra, en una primera mirada, varios escritos que ya desde sus títulos nos ponen en tono con su perspectiva de las cosas que hacen a la política. Me refiero, por ejemplo, a varios de sus textos que aparecen en el tomo VII de la edición castellana de las Obras de Wesley, bajo el título común de “La Vida Cristiana”[2]. Entre ellos figuran las “Sinceras reflexiones sobre la presente situación de los asuntos públicos”, “Reflexiones sobre el origen del poder”. “Reflexiones sobre la presente escasez de comestibles”, “Reflexiones sobre la esclavitud”, entre otras de temas similares. Son acompañados con una colección de otros escritos que podríamos calificar conjuntamente sobre “cuestiones morales”; “a un bebedor”, “a una mujer de vida desdichada”, “a un contrabandista”, etc. Pero también figuran entre ellos “a un votante”, “a un súbdito inglés”, etc.
Estos textos fueron escritos, mayormente, hacia la década de 1770. La situación crítica en lo político y económico que vivió Inglaterra en esos años, así como el comienzo de las tensiones con las colonias americanas, cuya Revolución independentista republicana ocurre justamente es esa década, lleva a Juan Wesley a interesarse particularmente por los temas de orden público, incluyendo los políticos y económicos. Así publica una serie de panfletos, cartas en los diarios o textos de circulación abierta donde aborda cuestiones relacionadas con el orden público.
En estos escritos se mete, aún cuando pone muchas excusas en el camino, con cuestiones netamente políticas. Por ejemplo, en sus “Sinceras reflexiones sobre la presente situación de los asuntos públicos”, de 1768, nos dice que “La política es algo que está fuera del alcance de mis ocupaciones”[3]. Luego se excusará de no conocer a fondo los datos y circunstancias, pero finalmente se compromete en una evaluación de los hechos políticos (la situación en Londres durante el tiempo de W. Pitt como Primer Ministro), y ciertamente no desde una imparcialidad, sino claramente tomando partido, defendiendo la causa monárquica, ironizando muchas veces sobre algunos de los actores que le resultan antipáticos y sus argumentos. Los otros textos mencionados suelen tener la misma característica.
Así, si bien los escritos no son lo que hoy llamaríamos “teología política” o “teología pública”, en el sentido de proveer una reflexión sistemática sobre la cosa pública, lo son en otro sentido: en el de tomar las cuestiones públicas como elementos en los cuáles se juega la fidelidad al mensaje cristiano. En realidad, las obras de Wesley son, hasta donde conozco, mayormente de este tenor: no es una “teología sistemática”, sino, como los propios títulos con que se conocen lo están indicando, “reflexiones”, escritos de ocasión sobre aspectos más o menos puntuales, que pueden ir desde la discusión de la licitud de cobrar impuestos para la corona a los colonos de Norteamérica, el comercio de esclavos, el precio de los cereales, hasta la ética de un sufragante.
Los temas públicos de Wesley
Sin pretender entrar ahora en la discusión total de las cuestiones de política en Wesley, me parece oportuno destacar tres ejes en los que se pueden apreciar sus preocupaciones por la instancia pública, más allá de sus controversiales opiniones políticas. Sin desconocer que pueden agregarse otras temáticas a esta lista, me parece ver en Wesley especial preocupación por los asuntos económicos, especialmente en la medida en que afectan la vida cotidiana de los más humildes, la cuestión de la dignidad y libertad de las personas, y la “moralidad pública”. Me detendré un momento en la caracterización de estos ejes, no tratando de ver lo que Wesley dice de cada uno de ellos, que, como veremos en el caso del origen del poder, puede resultar inconsistente a nuestros ojos de hoy. Pero vale la pena señalar, en cambio, la vigencia de estos puntos en la agenda política de nuestro continente.
La cuestión económica es un tema al que Juan Wesley dedica varios textos, en forma directa o indirecta. No solo en los que tienen el tema específico, sino también a través de algunos de sus sermones y otros escritos. En general lo hace desde el punto de vista de la ética personal, de la disciplina de trabajo y ahorro, de la frugalidad y la generosidad. Y lo hace, no como un locus teológico, sino a partir de las experiencias cotidianas de orden público. Pero hay un escrito, “Sobre la escasez de los comestibles” donde se aventura a una enunciación más teórica del tema. Sin entrar a profundizar los problemas que Wesley considera, al cual no es ajeno el punto de debate de su época, especialmente con un obispo, Tucker, influyente economista de su tiempo, roza colateralmente su discusión sobre el rol del Estado en la regulación de los asuntos económicos. Recordemos que es la época en que aparecen las obras de Adam Smith, aunque no tenemos claridad si Wesley las conoció o leyó. Así, si bien nuevamente aparecen algunos argumentos que todavía deben inscribirse en el tratamiento del asunto como un tema de ética personal, en otros, al tratar sobre la carestía de los comestibles, su mirada se extiende a las causas de los problemas económicos, que encuentra en el desequilibrio de lo que hoy llamaríamos “las pautas de consumo”, donde se privilegian los requerimientos de las clases altas frente a las necesidades del pueblo, así como en la producción de bebidas alcohólicas por sobre la prioridad alimenticia. Y allí debate el rol del estado, regulando la actividad económica a través de leyes de prohibición, impuestos, etc.
En los albores del capitalismo y la revolución industrial se le hace evidente, aunque no dispone aún de las herramientas científicas para discernir las dinámicas más profundas del sistema, de los perjuicios que causa a los sectores más humildes, tanto en su posibilidad de vida como en su condición moral, en lo que los sociólogos modernos llamarán “sus habitus”. La incidencia de las opiniones de Wesley y su continuidad en el movimiento metodista, aunque con distinta valoración, han sido objeto de estudio de historiadores y filósofos sociales de la importancia de E. P. Thompson (The Making of the English Working Class, aunque en realidad trata a los metodistas de la segunda generación más que al propio Wesley) o Michel Foucault. En este sentido se lo ve como un promotor de los valores que hicieron al capitalismo, como un modo de disciplinamiento, y no podemos negar que algo de eso está presente en el movimiento wesleyano. Pero por otro, algunos ven en el movimiento wesleyano del siglo XIX los antecedentes del socialismo (laborismo) inglés. La ambigüedad de Wesley quedó plasmada en esa tensión irresuelta que aflora en la secuela de sus propias visiones y compromisos políticos[4].
Pero a la vez es necesario ver que sus posturas actúan como una crítica a la idea de acumulación, que está a la base del modelo de gestión capitalista, como lo podemos ver hoy. Si bien el disciplinamiento de Wesley va a ser un argumento de esa acumulación, por otro lado, persistiendo en las ambigüedades en que se ariesga, rechazará la idea de enriquecimiento y acumulación, especialmente si es por beneficios financieros. Nuevamente, Wesley no está libre de las ambigüedades en que se incurren cuando uno participa de estas discusiones. Es el riesgo de la teología cuando se ocupa de los asuntos públicos, y de la economía entre ellos. Pero, diré, más se arriesga cuando se olvida de ellos, porque en ese caso arriesga la misma pertinencia del mensaje evangélico.
Algo similar se puede decir sobre su concepción de la dignidad humana y la libertad. Si bien por un lado cuestiona el reclamo de libertad de las corrientes que van a desembocar en el liberalismo político, y no entiende que la plena participación en la cosa pública sea un derecho vinculado a la libetad (Wesley siempre desconfía de “las masas”, a las que sin embargo se propone evangelizar) por otro lado su lucha antiesclavista se basa, justamente, en su concepto de dignidad y libertad humana. El tercer eje que mencionamos, el de la “moralidad pública”, como es tratado en Wesley, podría ser incluido, de alguna forma, en lo que hoy llamamos “políticas culturales”. Wesley capta correctamente que, si bien hay una dimensión personal en las cuestiones morales, estas encuentran su ocasión en las prácticas y condiciones sociales. Así, podemos decir en esta breve exposición, que en la teología práctica de Wesley está presente el espacio público, sus problemas, y que son ocasión y motivo para su exposición del Evangelio, así como de la fragilidad de las opiniones que vierte.
La cuestión de la Ciudadanía y soberanía popular
Quizás la mayor muestra de ello nos la brinda el texto conocido como “Reflexiones sobre el origen del poder”, sobre el que me detendré un poco más. En este caso no se plantea un problema puntual o una práctica específica (aunque seguramente hay una polémica circunstancial que lo motiva, que es la presencia de los activistas republicanos), sino que entra en un asunto más teórico, si se quiere, y que está a la base misma de la concepción de lo público, de la actividad política. Este texto me ha resultado particularmente interesante porque en él entra en el concepto de democracia y sobre la concepción de “pueblo”. Debo advertir de antemano que su posición monárquica (si bien defiende una monarquía parlamentaria) resulta en este texto particularmente relevante, llevando a Wesley a un punto de inflexión en qué, habiendo abonado un argumento interesante para cuestionar la restricción del voto a los propietarios y la clase terrateniente, su convicción monárquica lo hace abortar esa vía y echarse atrás a una afirmación de la soberanía divina que resulta, a nuestros ojos de hoy, totalmente conservadora.
Su argumento se inicia a partir de discutir el derecho del pueblo al poder (luego de sostener que en realidad todo poder viene de Dios). “Para probar que el pueblo es la fuente de poder se argumenta así: ‘todas las personas vivientes son iguales por naturaleza; nadie es superior a otro; todos son naturalmente libres, dueños de sus propias acciones. De ello manifiestamente se sigue que ninguna persona puede tener poder sobre otra, a menos que sea por su propio consentimiento. Por tanto el poder que todo gobernante goza en cada nación, originalmente debe provenir del pueblo, y presupone un convenio entre este y sus primeros gobernantes’”[5]. De esa manera resume Wesley el argumento de la soberanía popular, donde se percibe, además, su conocimiento de las teorías contractualistas que alimentan el republicanismo que eclosionará en las revoluciones americana y francesa.
Luego, en el resto del escrito, comienza a desmontar ese argumento. Lo hace a través de la pregunta “¿Quiénes son el pueblo? ¿Será todo hombre, mujer y niño? ¿Por qué no? ¿Acaso no está permitido, no está aceptado, no es nuestro principal fundamento, nuestro axioma incontestable y autoevidente, que ‘todas las personas sobre la tierra son por naturaleza iguales, todas por naturaleza libres, dueñas de sus propias acciones, y nadie puede tener poder sobre otro sin su consentimiento’? Entonces, ¿por qué todo hombre, mujer o niño no tendría derecho a su opinión para consagrar a sus gobernantes, en determinar la medida de su poder para confiárselo, y las condiciones bajo las cuales se lo confían?”[6].
Pero entonces comienza a plantearse de qué manera esta afirmación entra en contradicción con las prácticas republicanas de su tiempo. En primer lugar se plantea que el argumento falla porque las mujeres no tienen voto. “¿Con qué argumento prueban ustedes que las mujeres no son naturalmente tan libres como los hombres? Si lo son ¿por qué no tienen el derecho, como lo tenemos nosotros, de elegir a sus propios gobernantes?”[7]. Pero este argumento, con que se habría adelantado a las sufragistas, no lo usa para reclamar el voto femenino, sino para demostrar que el concepto republicano no funciona. La misma lógica aplica con respecto al voto de los jóvenes. Luego afirma, entonces, que si son excluidos del voto por una ley que ellos no consintieron, no es cierto que la ley sea obligatoria solo para quienes consienten en ella, ni siquiera a través de sus representantes, ya que al no votar, no los tienen. Una vez más recurre al mismo argumento para señalar que tampoco todos los hombres tienen derecho al voto, pues están excluidos los que no tienen propiedad y renta. Así continúa, planteando que “¡Luego de privar a la mitad de la especie humana de sus derechos naturales por ser mujeres, luego de excluir a miles más por su juventud, por no haber vivido veintiún años, ustedes roban a otros (probablemente unos cientos de miles) de sus derechos de nacimiento por carecer de dinero”[8].
Hasta aquí podría parecer el discurso de alguien que va a lanzar una proclama pidiendo el voto universal. Pero no, aquí se hace evidente como el hecho de estar polemizando con los republicanos desde su concepción monárquica moderada le hace interrumpir la consecuencia lógica de su argumento, y en lugar de afirmarse en la igualdad y libertad de las personas (como lo hará para oponerse a la esclavitud), toma la ley inglesa como medida de “pueblo”. Así dirá, que “la escasa gente que queda [con derecho a voto], ignoro por qué figura del lenguaje, la llamas el pueblo de Inglaterra”[9]. De esa manera, en su pensamiento, Wesley, hijo al fin de su siglo y su tradición, ha separado, sin usar ese lenguaje, el concepto de “pueblo” del concepto de “ciudadano”, llegando a la conclusión, “desde la razón y la realidad”, según su propia expresión, que “la suposición de que el pueblo es el origen del poder es en todo respeto indefendible”, para luego decir que resulta inviable la idea del derecho de toda persona de elegir a sus autoridades. En caso contrario, este derecho debería otorgarse “no solo a los propietarios, sino a todos los hombres; no solo a los hombres, sino también a las mujeres; no solo a los hombres y mujeres adultos, que han vivido veintiún años, sino a los que han vivido dieciocho o veinte, así como a los que han vivido sesenta. Pero nadie ha sustentado esto, y probablemente jamás lo haga”[10].
Wesley, en esto, no ha sido profeta… Hoy las democracias reconocen el voto universal, el voto femenino, el voto de los jóvenes… El argumento “razonable y práctico” de Wesley ha caído. La consecuencia es que su alternativa, “todo poder viene de Dios”, como argumento que se sustenta por defecto frente al de la soberanía popular, queda desacreditado. Este no es un punto menor, ya que hoy es un tema de debate muy actual en la filosofía política, sobre lo que volveré brevemente al final. Así, la pregunta inicial del escrito, ¿quién es el pueblo? Recibe una respuesta contradictoria: como el pueblo somos todos los hombres, mujeres, niños, propietarios o no, no podemos defender la idea de soberanía popular, porque las leyes de Inglaterra no las reconocen. Es posible indagar, pero quedará para otra ocasión, hasta que punto la misma ambigüedad y deslizamiento semántico de la palabra inglesa “people” no juega en este problema. Wesley, buen conocedor del hebreo, griego y latín, seguramente sabía las diferencias entre ‘am (hebreo), demos, laos, oxlos, ethne (griego), populus, plebs, gens (latín), todas las cuales se pueden traducir al inglés por “people”. Su uso de esta palabra en distintos contextos pueda, en un futuro estudio, ayudarnos a orientarnos en su idea de “lo público”.
Volviendo a América Latina
Para ir concluyendo, quisiera volver a nuestro contexto latinoamericano, y puntualizar entre nosotros qué significado tiene este periplo por la teología pública de Juan Wesley. No es, por cierto, una novedad en nuestro contexto una teología que defiende su vínculo con lo político. Pero, en la tradición metodista no siempre esto se ha enfatizado, y respaldado, destacándose otros aspectos. Pero me parece justo señalar que la preocupación por lo social no se agota en señalar el compromiso con los pobres, sino se acompaña esto con una visión de lo público y un rescato del valor de lo público frente al individualismo y al privatismo, que están lejos de extinguirse, incluso como mensaje cultural en el ámbito evangélico. La idea de “pueblo”, de “lo popular”, en sus variantes y contradictorias acepciones merece un estudio más a fondo en la práctica misionera de nuestras iglesias.
El mismo concepto de democracia, y como en el tiempo de Wesley, donde están las exclusiones que lo cuestionan, debe ser revisado desde la inclusión mesiánica. El Mesías se muestra en el excluido y lo hace pueblo (los que en otro tiempo no eran pueblo ahora son pueblo de Dios). Los estudios de los filósofos políticos Claude Lefort y Jacques Ranciere, con sus lecturas de la insustentación de lo democrático pueden ayudarnos en ese camino.
Pero la experiencia de Wesley y su ambigüedad también nos tienen que servir de experiencia. Por un lado, la fe nos lleva a aventurarnos en las aremas movedizas de la realidad pública, si no queremos quedar reducidos a la insignificancia a las que nos reduce el positivismo secularista. Pero por otro la Palabra nos invita también a una constante revisión de nuestras posturas y opciones, a un autocrítica (confesión de pecados, en el vocabulario cristiano) que nos permita renovarnos en nuestros compromisos. No como modo de escapar de ellos, volviéndonos así “aliados inconfiables” que mañana se pueden dar vuelta, sino como voz que recuerda con quienes y para quienes son nuestros compromisos, frente a la tentación política del poder por el poder en sí. Tomamos opciones en el mundo de lo temporal, lo hacemos concientes de su temporalidad, nos arriesgamos al error desde la fe, y debemos hacerlo. Pero siempre, siempre hay un pero, aún en el más óptimo de los modos de gobierno, por la misma conformación de todo aparato de poder, habrá un excluido que lo interpele, una voz de pueblo que levantará un nuevo reclamo, una nueva injusticia que reparar, alguien que no tiene el acceso al poder que el sistema, o los sistemas, establecen. El militante cristiano que se mete en política sabe que ningún político, ni sistema o partido político, es el Mesías, porque el Mesías ya vino, y sigue viniendo, en la presencia y llamado que nos hace desde el más pobre, desde el excluido, desde el crucificado de la historia, del que “no es”, en la expresión paulina, que será también el resucitado que la mueve, que genera la esperanza, que nos constituye pueblo de Dios.
[1] Un estudio accesible sobre este tema puede verse en Justo L. González: Juan Wesley. Desafíos para nuestro siglo. Buenos aires, ISEDET/FAIE/La Aurora, 2004, pp. 47-54.
[2] Edición a cargo de Justo González. Traducción de Hugo Ortega y Nora Redaelli. Franklin, Tennessee: Providence House Publishers, 1998.
[3] Id, p. 33.
[4] Sobre esto puede consultarse: Kingdon, R: “Laissez-faire or Government Control: a problem for John Wesley”, en Church History, N° 26, 1957, pp. 342-354.
[5] Obras, p. 81.
[6] Id, p. 82
[7] Ibid.
[8] Id, pp. 83-84
[9] Id, p. 84
[10] Id, p. 88.